sábado, 14 de noviembre de 2009

LA HUERTA ZAHERIDA

LA HUERTA ZAHERIDA


Todos los días salgo a pasear para hacer un poco de ejercicio, o para desalojar glucosa de mi sangre y cerrar el paso a esa odiosa enfermedad que se llama diabetes, o para ver cómo van las obras en las calles, los trabajos de creación de carriles bici y los avances en la ampliación de la red tranviaria de Murcia. Pero hace unos días, y aprovechando que el sol otoñal tenía una luminosidad especial y la temperatura era muy agradable, decidí prescindir de mi paseo por el asfalto, entre edificios, y soportando el ruido que suele envolver a la ciudad, y dirigí mis pasos hacia la huerta, esperando encontrar un paisaje verde, atrayente, con aroma de flores, murmullo de agua, cantos de pájaros y hombres y mujeres, laboriosos y atezados, amando y trabajando la tierra de la que formaban parte.

Pronto, sin embargo, empecé a sentirme desilusionado, pues el paisaje que iba apareciendo a mi vista distaba mucho de la estampa bucólica que yo esperaba encontrar. Seguí adelante pues necesitaba respirar, sentir en el rostro, ver con mis ojos y escuchar con mis oídos, todo el ambiente de la huerta, de esa naturaleza domeñada por el hombre, que no sometida ni violentada, sino tratada con mimo, cariño, alegría y entrega hasta dar a la tierra una explosión de vida y una belleza singular y sublime.

Pero esa huerta soñada, que durante siglos existió y glorificó al valle donde se asienta y gestó y moldeó las mejores costumbres y virtudes de la murcianía, ha tenido, quizá, en la ciudad de Murcia su peor enemigo, pues aunque los murcianos de la ciudad han ensalzado las glorias, las bondades y la hermosura de la huerta, algunos de ellos no han tenido reparos en dar vida y poner en movimiento a un monstruo de hormigón, acero, ladrillo, cristal y asfalto que se ha ido alimentando de la huerta, como un depredador que no discierne qué presa tiene que cazar y ataca a la más cercana y lustrosa.

Y ahora, cuando el monstruo está cansado del esfuerzo realizado y su salud se ha quebrantado, la huerta colindante con la ciudad está agonizando, porque ha sido destrozada, maltratada, herida, cubierta de escombros e inmundicias, llena de restos de obras, de piezas metálicas inútiles y herrumbrosas, y de antiguos tramos de acequia secos y convertidos en vertederos malolientes. Y al contemplar esta desgracia ecológica, el ser humano parece sentir los lamentos y la tristeza que surgen de la tierra.

Quise continuar buscando los carriles o veredas de la huerta, con la esperanza de hallar algún lugar donde no se hubiera roto la armonía y perdurara la belleza, pero me fue imposible. Encontré algunos huertos arbolados, que, en principio, me alegraron el corazón, pero pronto me di cuenta de que también habían perdido su primigenio encanto, que ya no estaban cuidados con esmero y amor, que estaban hundidos porque la zahorra, la piedra y el asfalto habían hecho recrecer la senda o la vereda que los acariciaba, y porque la humedad no se asomaba a la tierra.

Algo que me tenía sorprendido era la ausencia de gente por donde yo pasaba, pues no todas las casas que yo veía iban a estar deshabitadas, pero cuando me adentré por un estrecho carril vi a un hombre de bastante edad, sentado en una silla rústica, a la sombra de un árbol medio seco y frente a una casa quizá centenaria, me acerqué a él y, después de darle los buenos días, me atreví a comentar: ¡Qué pena que la huerta esté desapareciendo y se pierdan tantos hermosos rincones! El hombre levantó la cabeza, me miró, y sin mostrar alegría ni pena, me dijo lacónicamente: ¡No podemos evitarlo! ¡No tenemos agua para regar! Calló y yo no insistí. A la espalda de aquel huertano hierático había una pequeña acequia que, como otras, no llevaba agua, pero en su lecho se veían basuras, cosas viejas y escombros. Dije adiós a aquel hombre, que parecía tener seca su alma, como le ocurría a su acequia, quizá de tanto sufrir por la falta de agua, y seguí mi camino. Me contagié de la callada tristeza que emanaba de aquel anciano que tenía rotos sus recuerdos y perdida su esperanza, reflexioné sobre el distinto punto de vista que teníamos los dos sobre la desaparición de gran parte de la huerta, pues él se sentía agobiado y derrotado por la falta de agua, que llevaba irremediablemente a la muerte de su tierra, y yo me quejaba del avance de la ciudad como culpable de la destrucción de la huerta, a la que veía herida, o, mejor dicho, zaherida, pues esa huerta, que parecía sentir como un ser humano, había sido, además de herida, mortificada y humillada.

Ante mi vista aparecieron los edificios de Murcia y la infraestructura viaria. Me parecieron las fauces y los tentáculos del monstruo. El resto de la huerta maltratada agonizaba en silencio. Yo, camino de mi casa, iba pensando en el Canto a Murcia, de La Parranda, y deseé que nunca dejaran de tener vigencia sus últimos versos: “Murcia, qué hermosa eres, tu huerta no tiene igual”

13 de noviembre de 2009

Luis de Torres



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