Siempre he considerado que los jueces se crearon para
impartir justicia en su estado puro, teniendo en cuenta que los hombres no nos
hemos comportado, a lo largo de la historia, con honestidad, bondad, honradez,
dignidad y muchas otras virtudes que se derivan del bien y se oponen al mal, y
que desde Caín y Abel la raza humana se debate entre el bien y el mal, lo bueno
y lo malo, lo correcto y lo incorrecto y lo justo y lo injusto, tanto si tomamos
como modelo las enseñanzas religiosas o divinas, las leyes naturales, las leyes
de los hombres, o los usos y costumbres que se fueron estableciendo. Y,
consecuentemente, siempre hemos tenido que llegar a la misma conclusión: la
necesidad de tener hombres buenos, consejos de ancianos, o jueces versados en
leyes, que guiados por el deseo de poner orden, ser ecuánimes, y de dar a Dios
lo que es de Dios y al César lo que es del César, pusieran fin a las disputas,
a las desavenencias, a los abusos y a los actos delictivos, y castigaran a los
culpables y protegieran a los inocentes o a las víctimas.
Sin embargo, estoy viendo que estas normas tan elementales,
encaminadas a preservar el bien, el buen hacer y la concordia entre todas las
gentes, y que, además, éstas sepan y no olviden que el mal se castiga y que el
bien honra y enaltece al que va por el camino recto, parece que no se están
cumpliendo en todas las ocasiones, y lo más grave es que el incumplimiento
procede en muchos casos del comportamiento equivocado, erróneo o desacertado de
los que juzgan la falta o el delito, unas veces por insuficiencia de celo o
estudio del caso y otras por exceso de pureza jurídica o interpretación de las
leyes.
Hace unos días, muchos españoles quedamos anonadados y
profundamente irritados cuando recibimos la noticia de la injusta sentencia del
Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que, aunque los jueces que la dictaron
estimen que su decisión estaba ajustada a derecho, las personas que tenemos una
idea de la justicia en estado puro la tenemos que rechazar, porque se beneficia
al malhechor y se humilla a las víctimas y a todas las personas que estamos al
lado de los inocentes.
Resulta inconcebible que un tribunal de justicia, llamado de
Derechos Humanos, defienda, por encima de otra consideración moral o lógica, los
supuestos derechos de libertad que tienen los asesinos y malhechores de la peor
ralea por delante del derecho supremo a la vida, y a su preservación y
disfrute, que tenemos todas las personas. Si los jueces que han tomado tan
equivocada decisión, se han basado solamente en las leyes que han elaborado los
políticos, son jueces que han olvidado las leyes naturales y, por tanto, no son
dignos de ocupar tan alta magistratura. Cuando alguien cae en la miseria moral
de quitar la vida a uno o varios de sus semejantes, y lo hace con todos los
agravantes posibles, y sin ningún eximente, los jueces tendrían que ser los
primeros en castigar con el máximo rigor a tan abyecto sujeto y desposeerle de
los derechos que están por debajo del sagrado derecho a la vida.
La nefasta sentencia del citado tribunal internacional,
aparte de irritar, indignar y encolerizar a la mayoría de los españoles, ha
ofendido y humillado a los magistrados del Tribunal Supremo y del Tribunal
Constitucional, que ya habían juzgado la doctrina Parot y la consideraban
ajustada a derecho, o intrínsecamente justa, o concordante con la norma que
estipula que la pena se debe aplicar en función del delito cometido.
El gobierno español, por tanto, conociendo que los más altos
tribunales de justicia de nuestra nación ya se habían pronunciado y habían
sancionado positivamente la doctrina Parot, no debía admitir, ni consentir, ni
acatar, por muchos argumentos jurídicos que nos quieran imponer, sean o no de
supuesto obligado cumplimiento, la injusta sentencia del tribunal
internacional, porque el pueblo español, que ostenta la soberanía absoluta en
cuestiones relativas a nuestra patria, rechaza la infame sentencia
internacional, y, además, cuenta con las decisiones del Tribunal Supremo y del
Tribunal Constitucional, que, en ambos casos, están claramente opuestas a la malhadada
sentencia del tribunal de Estrasburgo.
No obstante, aparte de todo lo dicho anteriormente, no
debemos olvidar que los delitos más graves y abyectos no están debidamente
castigados en España, y vemos que muchos delincuentes, que habiendo cometido
crímenes atroces, salen de la cárcel varios años antes de haber cumplido su
sentencia, simplemente por el hecho de que en nuestra legislación existen los
beneficios penitenciarios, que nunca tendrían que haberse creado.
Por ello, el actual gobierno, para evitar en el futuro
tantas injusticias, tendría que derogar el actual Código Penal, por estar
obsoleto y contener normas, límites y concesiones que se apartan de la justicia
real, y promulgar un nuevo código que abarque todos los delitos, sean de sangre
o de otro tipo, y que no contemple límites de edad ni de tiempo en prisión, ni
beneficios penitenciarios, ni redenciones de pena, ni reinserciones en la
sociedad, sino el cumplimiento íntegro de la sentencia, y que ésta se ajuste en
tiempo y características al delito cometido.
España tiene que dejar de ser un paraíso para los
delincuentes, y este gobierno tiene la posibilidad, con su mayoría absoluta, de
poner orden en esta justicia que parece proteger en mayor medida al delincuente
que a la víctima.
Luis de Torres
2 de noviembre de 2013