martes, 18 de febrero de 2020

lunes, 2 de junio de 2014

QUIEN SIEMBRA VIENTOS...

Cuando a los españoles se nos ofreció, a partir de las 23 horas del día 25 de mayo de 2014, el resultado de las votaciones para elegir representantes al Parlamento europeo, posiblemente muchas personas quedaron momentáneamente sorprendidas, extrañadas o confundidas, porque las cifras que aparecían en los medios de comunicación no se correspondían con las expectativas que cada uno tenía en su mente, según sus ideas políticas, sociales, religiosas, de cambio, o de continuismo.

Sin embargo, lo que realmente había sucedido no se podía considerar como una sorpresa, pues el cataclismo que afectó a las dos formaciones políticas más importantes de España fue el justo y correcto resultado de la desafortunada, equivocada y nefasta gestión de los políticos de ambos partidos, no solamente durante el período de propaganda electoral sino, preferentemente, a lo largo de los años que los socialistas estuvieron en el poder, o durante el tiempo que los conservadores están ocupándolo, pues si las izquierdas no pusieron o no quisieron poner orden en el desbarajuste económico y financiero que nos llevó a la crisis actual, las derechas se olvidaron de sus promesas electorales, que en gran medida siguen sin cumplir, y, además, cargaron sobre las clases baja y media, que no eran culpables del problema, la mayor parte del peso de las reformas, recortes, impuestos y sacrificios.

Ahora, aparte de las lamentaciones que se oyen en ambos partidos, que han perdido la hegemonía política española que tuvieron antaño, pues entre los dos no superan el 50% de los votos, se dedican a comentar que se hace precisa una reflexión o un análisis para orientar su actuación futura y recuperar los votos perdidos o el apoyo que anteriormente les daban los ciudadanos, pero los que votamos, los que nos hemos visto defraudados, no queremos reflexiones ni análisis después del descalabro, pues los políticos que han quedado en tan precaria situación saben perfectamente la causa de sus desdichas, que no pueden imputar al desafecto de los votantes sino a sus errores de gobierno y a las decisiones que tomaron sin tener en cuenta a los ciudadanos. Por eso, a partir de ahora, si no quieren tener más infortunios, deben cuidar que sus acciones políticas sean correctas, justas y sin dilación indebida, que se practique una mejor aplicación de la justicia; es decir, que se castigue con rigor al delincuente y se proteja al inocente, que se persiga sin descanso y se sancione con dureza a los corruptos, y que se defienda más y mejor a los españoles en general que a las ideas partidistas en particular.

Y puesto que las pasadas elecciones se tuvieron que celebrar en todos los países que formamos la Unión Europea, no debemos olvidar lo que piensan y hacen otros ciudadanos europeos, que también mostraron su enfado por la forma en que sus políticos estaban gobernando sus naciones, y, a propósito de este comentario, hemos de tener presente lo sucedido en Francia, donde el partido de ultraderecha Frente Nacional, dirigido por la enérgica y decidida Marine Le Pen, ha obtenido el 26% de los votos y se ha convertido en la fuerza política más votada en Francia, habiendo dejado a su espalda a los conservadores y a los socialistas No hay duda, por tanto, que una gran parte de franceses no quiere seguir con las políticas actuales, a pesar de que Francia tiene un porcentaje de desempleo muy inferior al de España, el pensamiento político de nuestros vecinos de allende los Pirineos se ha decantado desde hace mucho tiempo por las ideas de izquierda, y porque a todos nos parecía increíble que una gran parte del electorado francés aceptara y quisiera buscar el amparo de la ultraderecha. Sin embargo, lo impensable ha sucedido y en tal medida que no queda más remedio que pensar que los políticos que tenemos ahora no lo están haciendo bien, o, lo que es peor, que lo están haciendo rematadamente mal, porque no es solamente Francia la que ha puesto el grito en el cielo, pues también en España y en otros países los ciudadanos han rechazado, en mayor o menor medida, la gestión de los partidos que han venido ocupando el poder

La destrucción de la Unión Europea, la desaparición del Euro, el cierre de las fronteras, la recuperación de la soberanía nacional perdida en el laberinto de Bruselas, el férreo control de la inmigración, el creciente euroescepticismo, etc. etc. son parte de las medidas que preconiza la ultraderecha francesa, a la que pueden unirse grupos políticos de similar ideología que ya existen en Holanda, Bélgica, el Reino Unido, Austria y Suecia. Los europeos ya no pueden soportar las democracias endebles ni las políticas progresistas, y las personas que ahora ostentan el gobierno de las naciones tienen forzosamente que hacer otra clase de política, ya que, de seguir por el mismo rumbo, se les puede hundir el barco.

Quien siembra vientos recoge tempestades.

Luis de Torres


1 de junio de 2014

sábado, 10 de mayo de 2014

EL PARO Y LOS ERRORES POLÍTICOS

Todos los días, para nuestra desgracia, los medios de comunicación nos abruman con las desagradables noticias del elevado índice de paro que tenemos en España, que se complementan con los encontronazos dialécticos de los políticos, pues mientras unos nos aseguran que el paro está bajando y que vamos por el buen camino, otros se obstinan en decir que el empleo no se recupera, que no se ponen en práctica las llamadas políticas activas de empleo, y que el gobierno nos está engañando.

En realidad, lo que ocurre es que ningún partido, sea de un color o de otro, defienda unas ideas u otras, podría resolver a corto plazo el gravísimo problema del paro, porque esta lacra ha llegado a nuestras vidas por el cúmulo de errores políticos que se han ido produciendo en el mundo occidental a lo largo de las últimas décadas, que no solamente afectan a nuestro país sino a muchos otros países que también luchan por salir del cenagal en que estamos metidos.

En la segunda mitad del siglo XX, una vez que se hubo dejado atrás la horrorosa contienda mundial que tanto daño causó a la humanidad, los políticos de entonces, quizá con buena voluntad, pero posiblemente con poca visión de futuro, comenzaron a pensar en planes, reuniones, asociaciones, tratados, acuerdos, etc. para levantar la economía de las naciones, reconstruir lo destruido, mejorar la industria, el comercio, la agricultura, la ganadería, las comunicaciones y la distribución, y todo aquello que nos condujera al estado del bienestar dentro de una paz general y consolidada, de la que tan necesitados estábamos todos. Sin embargo, aquellos políticos se equivocaron, u olvidaron algunos detalles importantes, y sus esfuerzos no nos trajeron la Arcadia Feliz.

Como resultado de aquellas primeras consultas y reuniones, en 1947 comenzó a gestarse en La Habana el GATT (General Agreement on Trade and Tariffs) o Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles, que fue suscrito en sus inicios por 23 países, entre los que no se encontraba Alemania, ni tampoco España, por cuestiones meramente políticas, y en 1948 se inició la andadura para reactivar las economías de los países firmantes sobre la base de la reducción paulatina de los aranceles, según el principio de reciprocidad, y el alejamiento de la doctrina imperante en aquella época, fundada en el proteccionismo.

Durante más de dos décadas la reducción de aranceles pareció tener éxito, pero a partir de 1970 las reducciones alcanzaron niveles tan bajos que en los países occidentales se empezó a pensar en buscar fórmulas de protección a determinados sectores económicos que se estaban enfrentando a una mayor competencia en los mercados, pero, según parece, no se lograron soluciones satisfactorias y las cosas siguieron por el mismo camino hasta el año 1994 en que se acordó reemplazar el GATT por la OMC (Organización Mundial del Comercio), que comenzó a funcionar en enero de 1995 con 123 países asociados.

Aquellas ideas del libre comercio, del desarme arancelario y del fin del proteccionismo no fueron tan buenas como se había pensado, porque con el paso del tiempo se observó que se había roto el equilibrio entre las naciones y que no todas se estaban beneficiando de las medidas que, supuestamente, eran buenas para todas las economías.

Aparte de los tratados que pretendían homogeneizar el comercio internacional, aplicando tasas, impuestos, aranceles, normas antidumping u otras medidas, dentro del principio de reciprocidad, no parece que se tuvieran en cuenta otras circunstancias que subyacen siempre en la economía de las naciones, pues si no hay igualdad en factores como sueldos y salarios, existencia o no de seguridad social, cotizaciones a la misma si está implantada, subvenciones estatales, fiscalidad, horarios laborales y otras posibles normas que incidan sobre el desarrollo empresarial, se llega a una disparidad de precios en los productos a exportar, que se transmite al producto importado, aunque el arancel que se aplique sea igual para el vendedor como para el comprador.

Esta situación asimétrica se está dando desde hace muchos años y todavía no se ha corregido, ni parece que se vaya a corregir a corto plazo. Actualmente, muchos países asiáticos pueden producir sus artículos a precios muy por debajo de los que se dan en los países occidentales, y los aranceles con que están gravados, si es que existen, no equilibran la desigualdad de origen.

En España, donde no tenemos capacidad para producir artículos a muy bajo coste, estamos sufriendo la competencia de los países asiáticos y el mercado español está saturado de artículos de importación que están desplazando a las posibles producciones españolas similares o iguales a las que nos llegan del extranjero, y así, poco a poco, pero irremediablemente, estamos perdiendo cuota de mercado, que se traduce en cierre de empresas, desánimo para abrir nuevas industrias, y dificultad para reducir el paro, y esto último no es imputable en su totalidad a la acción política de los partidos, pues todos, de una u otra ideología, se encontrarían con el mismo problema estructural que tenemos ahora, derivado de unas políticas económicas equivocadas, o poco afortunadas, que han llegado a la vida de los españoles por nuestra pertenencia a la Unión Europea, y por habernos adherido al Euro, y, además, por si esta situación no fuera suficiente desgracia, por la corrupción casi generalizada que nos ha traído la democracia y por las políticas progresistas de la izquierda que han destruido buena parte de los valores morales.

Por tanto, hay que hacer una limpieza profunda y punitiva de la corrupción que nos rodea, hasta que no quede ni rastro de esta gran vergüenza nacional, se debe pedir a la Unión Europea que trate de modificar la política arancelaria internacional para estar más cerca del proteccionismo que de las normas del GATT o de la OMC, y que no se autoricen importaciones de artículos fabricados en origen bajo normas laborales e industriales que estén muy por debajo de las occidentales en cuanto a la remuneración y protección de los trabajadores y la calidad del producto ofertado. Si no queremos o no podemos modificar las leyes, normas y tendencias que están estrangulando nuestra economía, el paro seguirá siendo una maldición durante mucho tiempo, y ojalá que me equivoque.

Luis de Torres

martes, 15 de abril de 2014

LA PAZ EN SEGUNDO PLANO


El año 2014 se está contagiando de las desgracias que aparecieron en Europa el año 1914, cuando los gobernantes occidentales, llenos de orgullo, prepotencia, reivindicaciones, pactos y alianzas y ansias imperialistas, pero con escaso sentido común y sin pensar en el futuro y en el bienestar de sus ciudadanos, se lanzaron a un belicismo insensato que cubrió casi toda Europa de dolor, angustia, destrucción y muerte.

Ahora, 100 años después de aquella catástrofe, estamos viendo aparecer negros nubarrones que amenazan tormenta, que se están moviendo de este a oeste, pero que no pueden traer la siempre beneficiosa lluvia para los campos, pues son nubes que ensombrecen la mente de los hombres y les privan de la sensatez y la prudencia.

Después de la desaparición de la Unión Soviética en el año 1991, que fue seguida de la declaración de independencia de diversos países que estuvieron integrados en la URSS, ahora estamos viendo con asombro y preocupación cómo Ucrania, que fue junto con Rusia y Bielorrusia uno de los tres países que acordaron la disolución de la citada Unión Soviética, se ha metido en un extraño laberinto donde una parte de sus habitantes quieren unirse a Rusia, otros prefieren acercarse a la Unión Europea, y quizá algunos, o muchos, posiblemente más sensatos y menos influidos por razas, etnias, o ideas políticas, sólo desean seguir siendo ciudadanos de una Ucrania en paz, sin desavenencias y en armonía con el resto de sus compatriotas.

Lo malo de esta situación es que los ánimos se calientan, cada uno quiere imponer su razón sin tener en cuenta la razón de los otros, se pierde el sentido de la patria común, la bandera que se ondea es la de las etnias, se fraccionan los territorios y, finalmente, se llega al enfrentamiento armado y la sangre borra la palabra paz.

Hasta hace poco, los españoles y, posiblemente, muchos otros europeos, no estábamos acostumbrados a ver, leer, o escuchar en los medios de comunicación los nombres de determinadas localidades ucranianas, a pesar de que algunas, como Yalta y Odesa, tuvieron un gran protagonismo en la pasada historia europea, pero ahora nos encontramos con suma facilidad con los nombres de Crimea, Sebastopol, Donetsk, Slaviansk, Kiev, etc. Y en cuanto a los habitantes, también  nos están llenando nuestra mente de términos como pro-rusos o pro-europeos, descartando la mejor palabra posible: Ucranianos.

Esa sangre que se ha derramado en Ucrania, y que puede seguir derramándose, nos traerá muchas desgracias a todos los europeos, si no se busca la concordia, el entendimiento, la comprensión y la unión pacífica de los pueblos, y se dejan atrás las desavenencias, las revanchas, las amenazas y la fuerza de las armas. Ya tuvimos bastante destrucción, sufrimiento, dolor y muerte en el pasado siglo XX. Las naciones occidentales debemos evitar los enfrentamientos, pleitos y odios derivados de las ideas políticas o religiosas, de las razas o etnias, de la expansión territorial, del paso por las rutas marítimas, del control de las materias primas y de cualquier otra circunstancia que altere el orden establecido. La paz tiene que estar siempre en primer plano. Jamás en un degradante y peligroso segundo plano. 

Luis de Torres

15 de abril de 2014

sábado, 12 de abril de 2014

LA INMIGRACIÓN QUE NO CESA

Durante los últimos tiempos estamos asistiendo a una continua y sistemática llegada de personas procedentes de países africanos que, reunidas en territorio marroquí, intentan penetrar en las ciudades españolas de Ceuta y Melilla para alcanzar Europa, integrarse en la misma, y lograr una vida mejor que la que tenían  en sus países de origen.
Pero no solamente en España tenemos ese problema, pues también los italianos están sufriendo ese ilegal y desmesurado acoso con la arribada a la isla de Lampedusa de cientos de inmigrantes procedentes de las costas africanas, que buscan, como ocurre con Ceuta y Melilla, poner pie en tierra europea, con la equivocada idea de que llegan a una especie de paraíso donde hay sitio para todos. Y puede ser que vean el territorio europeo como una zona de felicidad, abundancia, riqueza, trabajo bien remunerado y asistencia social, sanitaria y educacional de primer orden, si todo eso lo comparan con el nivel de vida que se da en muchos países africanos, pero los europeos, los que hemos vivido, trabajado y luchado durante generaciones para dar forma a la actual Europa, sabemos que también aquí y ahora existen dificultades, que el trabajo está siendo escaso, que la pobreza se deja ver en algunos sitios y que nuestros jóvenes, a pesar de su buena formación académica, ven el futuro con preocupación. Tenemos un alto índice de paro que no es estacional sino, desgraciadamente, estructural, y va a ser muy difícil corregir esta angustiosa situación si seguimos con la apatía democrática de no tomar medidas drásticas que cambien el rumbo de la actual tendencia.

La llegada masiva de inmigrantes, que se presentan en nuestras fronteras como invasores, pues ni los hemos llamado, contratado o solicitado como mano de obra necesaria en los países europeos, la debemos cortar inmediatamente porque el mercado del trabajo en España, y también en el resto de Europa, no tiene vacantes para absorber miles de personas, cualificadas o sin cualificar, que pretenden instalarse en la gran patria común que llamamos Unión Europea, pero si se llegaran a crear puestos de trabajo en el próximo futuro, tales oportunidades deberían estar reservadas a los europeos, pues no podemos olvidar que en España y en el resto de Europa, en mayor o menor medida, según los países, también tenemos unos índices de paro preocupantes.
Asimismo, las invasiones de personas procedentes de países que no están integrados en la Unión Europea nos enfrentan a otros problemas no esperados ni deseados, que nos pueden ocasionar daños, temor, inquietud, desasosiego y gastos. En primer lugar, debemos citar las enfermedades que puedan transmitirnos los inmigrantes procedentes de territorios al sur de la zona templada, tales como el ébola, el dengue u otras patologías que son contagiosas, pues aunque puedan parecernos personas sanas a su llegada, podría ocurrir que estuvieran incubando la enfermedad, que la desarrollaran una vez en Europa y que, consecuentemente, pudieran transmitirla a europeos sanos sin defensas para tales enfermedades. 

Descartando, de momento, el peligro en potencia de las enfermedades, nos encontramos con hechos reales que se producen cuando los invasores se convierten en atacantes violentos que intentan derribar vallas, defensas y puertas, sin importarles el daño material que puedan hacer, además del daño personal que, en ocasiones, causan a los agentes de la policía española a los que hacen frente con palos, piedras, botellas y otros objetos que utilizan con agresividad y saña con tal de entrar en territorio europeo. Y, además de sufrir esas entradas ilegales, violentas y tumultuosas, les tenemos que acoger, facilitar ropa, comida, alojamiento, cuidados sanitarios, transporte y otros servicios, y todo ello pagado con los impuestos de los españoles, pues nos vemos desamparados por nuestras propias leyes o por directivas comunitarias y no se pueden llevar a cabo las llamadas “devoluciones en caliente”, que sería lo lógico, porque un invasor, aunque se le aplique el nombre de inmigrante, tendría que ser expulsado de forma inmediata por el mismo sitio que entró de forma ilegal, violenta y agresiva.

En España tenemos una larga historia de invasiones, y aquella que comenzó en el año 711 nos costó casi 800 años para poderla rechazar, además de la pérdida, a lo largo de tantos años, de miles de vidas, y de padecer infinitos estragos en pueblos y campos, saqueos, batallas perdidas, compatriotas esclavizados y mucho temor, sufrimiento, angustia y pobreza. Afortunadamente, algunos reyes cristianos pusieron todo su valor, decisión, hombres y medios para acabar con el yugo que nos impusieron los almorávides, los almohades y los benimerines, que, en sucesivas oleadas, pretendían llevar sus conquistas hasta más allá de los Pirineos, y aquellos reyes medievales, en el año 1.212, al mando de Alfonso VIII, hicieron frente a los poderosos y renovados contingentes de almohades africanos, y en la batalla de Las Navas de Tolosa pusieron fin, con una gran victoria, a la expansión musulmana.
Sin embargo, la decadencia del imperio almohade llevó al poder en el norte de África a la dinastía de origen bereber de los benimerines, que también tuvieron apetencias de hacerse con la península ibérica, pero que, cuando cruzaron el estrecho de Gibraltar, se encontraron con las fuerzas conjuntas de castellanos y portugueses que en el año 1.340, y en la batalla del Salado, derrotaron a las tropas agarenas. Tuvieron que pasar todavía más de 150 años hasta que los Reyes Católicos conquistaron Granada, y pusieron fin a la dinastía nazarí y a los reinos musulmanes en la península ibérica.

Volviendo a la actual invasión de personas procedentes de África, que por tierra o por mar intentan penetrar en territorio español, para instalarse en nuestra patria, o como primer paso para alcanzar otros países de la Unión Europea, no debemos olvidar la historia que vivimos europeos y africanos en los siglos XIX y XX, especialmente en   este último, cuando casi todos los territorios africanos eran colonias, protectorados, dependencias o provincias de países europeos, que llevaron la civilización occidental a África e introdujeron mejoras en la vida y costumbres de sus habitantes, a pesar de lo cual se tachó a los europeos de explotadores, invasores, tiranos, opresores, corruptos, ladrones y otras lindezas, y aunque no hay que descartar que, en algún caso, la presencia de los europeos quizá fue poco edificante, tampoco debemos olvidar que en la revolución independentista subyacía la idea de que, con gobiernos autóctonos y libres de los atropellos y abusos de los europeos, los ciudadanos africanos vivirían mejor, se repartiría más equitativamente la riqueza del país, y todos habrían entrado en un paraíso político de bienestar, tranquilidad y felicidad.

¿Dónde está ahora aquel edén soñado por los africanos? ¿Y por qué debemos admitir ahora en nuestros países a los descendientes de aquellas personas que nos expulsaron de la tierra africana de mala manera, y nos obligaron a volver a nuestra patria amargados y empobrecidos?

España ha sufrido muchas invasiones. No dejemos que prospere ninguna otra, porque los guerreros medievales ya no existen.

Luis de Torres


11 de abril de 2014

sábado, 22 de febrero de 2014

¿ADÓNDE VAMOS?

Los españoles que queremos a España, residamos en el norte o en el sur, o en cualquier otro punto de la rosa de los vientos, llevamos ya varios años que estamos confundidos, molestos y contrariados al contemplar de qué manera tan irregular y desafortunada estamos viviendo la democracia, esa forma de gobierno que, según nos decían unos, era la más conveniente para España, mientras que otros nos decían que era la menos mala de las formas de gobierno posibles. No sé si alguno estaba acertado, pero me parece que somos muchos los españoles que estamos descontentos con el camino democrático que estamos siguiendo, o con la manera de aplicar las normas de la democracia, o con los resultados de la gestión democrática de nuestros gobernantes. En mi caso, como no llego a saber qué nos está pasando, y no solamente ahora sino también en los últimos diez o doce años, estoy sospechando que no sabemos o no queremos hacer bien las tareas de gobierno, ni las relacionadas con la economía, ni con el trabajo, ni con la justicia, ni con otros temas que a todos nos atañen, y por todo ello se ha ido formando en mi mente el retruécano filosófico de ¿por qué hacer las cosas bien pudiéndolas hacer mal? o ¿quizá porque haciéndolas mal el beneficio puede ser mayor?

En primer lugar, me quiero referir a la diatriba que se está dando entre una parte de la clase política y también en algunos medios de comunicación, de opinión y sociales, atacando sin descanso y sin mesura las actuaciones y los proyectos del gobierno para poner un poco de orden y sensatez en el desorden, insensatez y criminalidad de la ley socialista sobre la interrupción voluntaria del embarazo, pues si bien esta ley no obliga a ninguna mujer a abortar, deja, sin embargo, la puerta abierta para que la mujer que no desee seguir con su embarazo tenga la posibilidad de interrumpirlo dentro de un determinado período de tiempo. Y lo más sorprendente y execrable es que se considere un derecho de la mujer la horrible decisión de matar a su propio hijo, en su estado de gestación, aunque este proceso se esté desarrollando con toda normalidad.
Ser madre es el don natural más hermoso que han recibido las mujeres, la llegada del hijo las llena de felicidad y satisfacción y vuelcan sobre él todo su amor maternal, cuidado, dulzura y entrega, y el hijo, que enseguida reconoce en su madre su mejor cobijo, calor y cariño, forma con ella el indestructible nudo espiritual derivado de la reproducción de la especie.

Toda esta actividad biológica se enmarca en una ley natural inmutable, y nada tiene que ver con las ideas políticas, religiosas, económicas o sociales, y mucho menos con los supuestos derechos para torcer, destruir o eliminar la vida que emerge. Es inaudito que muchas mujeres quieran tener la posibilidad de truncar la vida del ser que va a nacer, y que se manifiesten en las calles, o en determinados foros, exigiendo que semejante barbaridad se convierta en un derecho femenino, en vez de reclamar para las mujeres que tengan dificultades, problemas o rechazo social la ayuda de los gobernantes para seguir adelante con su gestación, que es lo que realmente se tendría que instituir. El aborto, si fuere necesario en algún caso, se debería circunscribir a las situaciones de violación clara y no fingida y a las eventuales malformaciones graves del feto, y descartando los supuestos de daño físico, mental o moral para la madre, y que en los dos casos admisibles de aborto que tales circunstancias estuvieran confirmadas y avaladas por dos o tres especialistas médicos y jurídicos, para evitar una posible transgresión de la ley.

Tampoco entiendo el empecinamiento culposo de los gobernantes catalanes, que no quieren cumplir con las obligaciones que tienen, como el resto de los españoles, derivadas de la Constitución Española, y se aferran a sus peregrinas ideas, a las que dan forma de derechos para ser una nación soberana, independiente y separada del resto de España, alegando cuestiones históricas del pasado sin base ni fundamento, puesto que Cataluña ha sido territorio hispano o español desde tiempo inmemorial, sin que nunca haya tenido el título de estado, reino o nación, porque siempre ha formado parte de la península ibérica, o ha estado adherida a uno de los reinos españoles, o ha vivido, luchado y prosperado bajo los Romanos, los Visigodos, los Austrias, o los Borbones, todos ellos españoles o hispanizados. Incluso, en épocas republicanas, Cataluña era, como siempre, una parte de España.

Parece increíble que ahora algunos catalanes, adoctrinados por la demagogia insensata de unos pocos, crean que la separación del resto de España les va a traer la felicidad, fortuna, ventura, beneficio, ventaja y dicha infinita que ahora no tienen, según su criterio, pero sería conveniente que los catalanes que se arropan, en su desvarío, con la “estelada” que se fijaran y se dieran cuenta de lo que pasa en otros territorios cuando un día, algunos de sus habitantes, inflamados de independencia y de futura gloria, se quisieron desgajar de su verdadera patria, y que ahora, arrepentidos y dolidos, no viven, ni posiblemente vivirán en el futuro, en ese paraíso que buscaron y no hallaron, simplemente porque no existía, excepto en sus enloquecidos sueños. 

Por otro lado, el partido conservador actualmente en el poder, a pesar de que nos diga que vamos por buen camino y que las decisiones que han tomado hasta ahora están dando buenos frutos, está dejando pasar el tiempo sin cumplir con algunas destacadas promesas electorales y esa falta de energía gubernativa para legislar y resolver problemas, derogar leyes inaceptables e injustas, actuar con una inexplicable laxitud en exigir el cumplimiento de las normas contenidas en la Constitución Española y olvidar, o utilizar con excesiva moderación, la gran ventaja de poseer mayoría absoluta, ha llevado a algunos miembros destacados del Partido Popular a la dolorosa decisión de salir de esta formación política, e, incluso, a formar otro partido más acorde con sus ideas y su manera de interpretar la democracia. Esta situación de fuga de valores, por mucho que se quiera quitarle importancia, representa un desgaste profundo que, unido a la posible pérdida de votos derivada de una actuación que no satisface a buena parte del electorado, ocasiona al partido conservador un daño significativo que podría revelarse como cierto en las próximas elecciones europeas.

¿Y qué podemos decir de la inacabable corrupción, que brota sin cesar por doquier, y que tanto hastío está causando a los españoles de bien? Este desagradable asunto lo voy a dejar para otra ocasión.
Ahora me estoy acordando de los años que pasé en la Pérfida Albión, como se llamaba a la Gran Bretaña durante la época de la dictadura, cuando yo ya vivía en democracia y sin angustia y la corrupción no aparecía todos los días en los medios de comunicación británicos, aunque quizá hubiera algún caso, y con este recuerdo vino a mi mente la siguiente frase, aplicable a mi querida España: Where are we going to? y con tristeza me dije: We do not know.

Luis de Torres

21 de febrero de 2014

domingo, 3 de noviembre de 2013

LA INJUSTA JUSTICIA

Siempre he considerado que los jueces se crearon para impartir justicia en su estado puro, teniendo en cuenta que los hombres no nos hemos comportado, a lo largo de la historia, con honestidad, bondad, honradez, dignidad y muchas otras virtudes que se derivan del bien y se oponen al mal, y que desde Caín y Abel la raza humana se debate entre el bien y el mal, lo bueno y lo malo, lo correcto y lo incorrecto y lo justo y lo injusto, tanto si tomamos como modelo las enseñanzas religiosas o divinas, las leyes naturales, las leyes de los hombres, o los usos y costumbres que se fueron estableciendo. Y, consecuentemente, siempre hemos tenido que llegar a la misma conclusión: la necesidad de tener hombres buenos, consejos de ancianos, o jueces versados en leyes, que guiados por el deseo de poner orden, ser ecuánimes, y de dar a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, pusieran fin a las disputas, a las desavenencias, a los abusos y a los actos delictivos, y castigaran a los culpables y protegieran a los inocentes o a las víctimas.

Sin embargo, estoy viendo que estas normas tan elementales, encaminadas a preservar el bien, el buen hacer y la concordia entre todas las gentes, y que, además, éstas sepan y no olviden que el mal se castiga y que el bien honra y enaltece al que va por el camino recto, parece que no se están cumpliendo en todas las ocasiones, y lo más grave es que el incumplimiento procede en muchos casos del comportamiento equivocado, erróneo o desacertado de los que juzgan la falta o el delito, unas veces por insuficiencia de celo o estudio del caso y otras por exceso de pureza jurídica o interpretación de las leyes.

Hace unos días, muchos españoles quedamos anonadados y profundamente irritados cuando recibimos la noticia de la injusta sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que, aunque los jueces que la dictaron estimen que su decisión estaba ajustada a derecho, las personas que tenemos una idea de la justicia en estado puro la tenemos que rechazar, porque se beneficia al malhechor y se humilla a las víctimas y a todas las personas que estamos al lado de los inocentes.

Resulta inconcebible que un tribunal de justicia, llamado de Derechos Humanos, defienda, por encima de otra consideración moral o lógica, los supuestos derechos de libertad que tienen los asesinos y malhechores de la peor ralea por delante del derecho supremo a la vida, y a su preservación y disfrute, que tenemos todas las personas. Si los jueces que han tomado tan equivocada decisión, se han basado solamente en las leyes que han elaborado los políticos, son jueces que han olvidado las leyes naturales y, por tanto, no son dignos de ocupar tan alta magistratura. Cuando alguien cae en la miseria moral de quitar la vida a uno o varios de sus semejantes, y lo hace con todos los agravantes posibles, y sin ningún eximente, los jueces tendrían que ser los primeros en castigar con el máximo rigor a tan abyecto sujeto y desposeerle de los derechos que están por debajo del sagrado derecho a la vida.

La nefasta sentencia del citado tribunal internacional, aparte de irritar, indignar y encolerizar a la mayoría de los españoles, ha ofendido y humillado a los magistrados del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional, que ya habían juzgado la doctrina Parot y la consideraban ajustada a derecho, o intrínsecamente justa, o concordante con la norma que estipula que la pena se debe aplicar en función del delito cometido.

El gobierno español, por tanto, conociendo que los más altos tribunales de justicia de nuestra nación ya se habían pronunciado y habían sancionado positivamente la doctrina Parot, no debía admitir, ni consentir, ni acatar, por muchos argumentos jurídicos que nos quieran imponer, sean o no de supuesto obligado cumplimiento, la injusta sentencia del tribunal internacional, porque el pueblo español, que ostenta la soberanía absoluta en cuestiones relativas a nuestra patria, rechaza la infame sentencia internacional, y, además, cuenta con las decisiones del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional, que, en ambos casos, están claramente opuestas a la malhadada sentencia del tribunal de Estrasburgo.

No obstante, aparte de todo lo dicho anteriormente, no debemos olvidar que los delitos más graves y abyectos no están debidamente castigados en España, y vemos que muchos delincuentes, que habiendo cometido crímenes atroces, salen de la cárcel varios años antes de haber cumplido su sentencia, simplemente por el hecho de que en nuestra legislación existen los beneficios penitenciarios, que nunca tendrían que haberse creado.
Por ello, el actual gobierno, para evitar en el futuro tantas injusticias, tendría que derogar el actual Código Penal, por estar obsoleto y contener normas, límites y concesiones que se apartan de la justicia real, y promulgar un nuevo código que abarque todos los delitos, sean de sangre o de otro tipo, y que no contemple límites de edad ni de tiempo en prisión, ni beneficios penitenciarios, ni redenciones de pena, ni reinserciones en la sociedad, sino el cumplimiento íntegro de la sentencia, y que ésta se ajuste en tiempo y características al delito cometido.

España tiene que dejar de ser un paraíso para los delincuentes, y este gobierno tiene la posibilidad, con su mayoría absoluta, de poner orden en esta justicia que parece proteger en mayor medida al delincuente que a la víctima.

Luis de Torres


2 de noviembre de 2013