Desde la pasada primavera, si mal
no recuerdo, se empezó a conocer que en España se había creado un grupo de
personas que tenían como denominador común la palabra “indignados”; es decir,
seres humanos de diversas procedencias, creencias religiosas, ideas políticas,
formación cultural y cualificación laboral, que se estaban aunando o
asociándose para quejarse ante el gobierno por la falta de trabajo, por la
desaparición de muchas empresas y por el crecimiento imparable y terrorífico
del colectivo de parados. En los prolegómenos de este movimiento se hablaba de
asociación pacífica, sin violencias ni algaradas, pero más adelante ya
empezaron a surgir brotes de agresividad, provocación, insultos, injurias, y,
en general, modos de actuación que se alejaban de las formas pacíficas y
correctas de expresar un descontento por la mala situación que se estaba
viviendo, con gran preocupación, en toda España.
En meses posteriores, después de
que el partido socialista sufriera sendas y sonadas derrotas electorales en los
comicios locales, autonómicos y generales, se introdujo en el malestar de los
españoles una inquietante zozobra política, pues el desastre socialista trajo a
este partido importantes pérdidas de puestos de trabajo, de subvenciones, de
poder, de popularidad, de prestigio y de mantenimiento de sus ideas
progresistas, al mismo tiempo que en la mente socialista se había desarrollado
súbitamente una patología neuronal que los médicos denominan amnesia. En
efecto, el socialismo no parecía reconocer sus fracasos electorales, ni quería
acordarse que la mayoría de los españoles había dejado de confiar en los
políticos que habían ostentado el poder durante los casi ocho años anteriores a
su fracaso.
Después llegó el Decreto-ley
sobre la reforma laboral, y los ánimos de socialistas y seguidores de grupos de
izquierdas se calentaron hasta rozar la histeria, pues todo en este decreto era
malo, incorrecto e injusto, y, por tanto, había que destruirlo mediante
disturbios en la calle o denuncias en los tribunales. Dudo mucho que los
seguidores de esta perturbación se hayan leído el mencionado decreto, pues es
largo, farragoso, denso y aburrido, aparte de que esté ajustado a derecho y
tenga la aureola jurídica que se merece. Confieso que yo solamente he leído
algunos pasajes de este documento, y no puedo dar ninguna opinión objetiva del
mismo, y prefiero esperar, como deberíamos hacer los españoles, a que
transcurran unos meses y la experiencia nos diga si se están logrando los
objetivos de la ley o si, por el contrario, esta reforma está lejos de haber
dado, aunque sea parcialmente, los frutos que se esperaban de la misma.
Últimamente, en Valencia también
hemos tenido manifestaciones, que, aunque se nos diga que eran quejas justas de
los estudiantes que no tenían calefacción en sus aulas, no parece haber ninguna
duda de que, asimismo, se infiltraron grupos radicales de izquierdas con ánimo
de soliviantar a las masas contra el gobierno actual, con el desgraciado
resultado de que se produjeron duros enfrentamientos entre los manifestantes y
la policía.
Estas revueltas que azotan el
suelo patrio parecen ser el patrimonio exclusivo de los autodenominados
“indignados”, pero cualquiera que examine con detenimiento, con ecuanimidad y
sin pasión partidista, todo lo que ha estado sucediendo en la vida española
durante los últimos tiempos, llegará a la conclusión de que todos, repito,
todos los españoles, excepto quizá los que están encaramados en lo alto de la
sociedad, estamos indignados, enojados, enfadados, irritados, molestos y hasta
desesperados, por los muchos males, calamidades, recortes salariales, presión
fiscal, pérdida de beneficios sociales, destrucción de empleo, aumento de la
pobreza, y otros demonios, como consecuencia de la degradación que nos trajeron
algunos políticos, banqueros, especuladores, corruptos, y demás personajes de
mala condición salidos de la picaresca
española.
Lo que ocurre es que todos los
“indignados” no siguen la misma línea de actuación: unos se decantaron por los
disturbios y las algaradas, con razón o sin razón, mientras que otros, también
“indignados”, tanto o más que los anteriores, prefirieron formar parte de un
grupo de indignados silenciosos y pacíficos, que, actuando con energía, decisión
y legalidad, y depositando su voto en las urnas, dieron un vuelco a la política
española, con la esperanza de salir de las malas prácticas de gobierno, de la
crisis y del malestar general.
Esperemos que el verde esperanza
que pusimos en las urnas nos traiga mejores tiempos.
Luis de Torres