domingo, 29 de noviembre de 2009

MORISCOS

MORISCOS

Parece como si algunas personas no tuvieran más ocupación y deseo que remover las polvorientas y resecas hojas de la historia, ésas que apenas conocemos o recordamos y que no forman parte de nuestras preocupaciones o anhelos diarios, y lo más sorprendente es que esas personas buscadoras de capítulos gloriosos o nefastos de nuestra historia no lo hacen con el noble afán de los historiadores por conocer el pasado, investigar cómo y de qué manera se vivía en un determinado período de tiempo anterior al nuestro, cuáles eran los amores, los odios, las alegrías y los sufrimientos de nuestros antepasados y cuánto de aquel tiempo pretérito ha podido influir en nuestro desarrollo y vida actuales, sino que, por cuestiones políticas, oportunistas o convenientes a sus ideas, sacan a relucir páginas enmohecidas y casi olvidadas de nuestra historia, que ya a nadie interesan, y las insertan en el juego político actual como si fueran asuntos de trascendental importancia, que necesitan de una pronta y eficaz solución.

Me refiero a la iniciativa que ha tenido un diputado granadino del partido socialista de presentar una proposición no de ley para que a los descendientes de los moriscos que fueron expulsados de España se les desagravie y puedan reclamar los vínculos económicos, sociales y culturales que puedan tener con nuestra nación; proposición no de ley que ya ha sido aprobada con los únicos votos de los socialistas, lo cual nos viene a decir que los demás grupos políticos no parecen haber sentido ni la emoción, ni la necesidad, ni la urgencia de apoyar la brillante idea del diputado granadino.

Quiero pensar que la mencionada iniciativa surgió posiblemente cuando se publicó o se recordó que en este año 2009 se cumplía el cuarto centenario de la expulsión de los moriscos, pues fue precisamente en el año 1609 cuando Felipe III decidió la expulsión, que, según nos dicen los historiadores, no fue por cuestiones religiosas, ya que los moriscos eran moros bautizados, como consecuencia de la Pragmática de los Reyes Católicos del año 1502, sino por razones políticas, pues los moriscos suponían un peligro para España por su supuesta vinculación con los piratas berberiscos, los pueblos del norte de África, los turcos y los franceses, todos ellos enemigos de la nación española. Además, también se temía el constante crecimiento demográfico de esta minoría, superior al crecimiento de los cristianos, y su dudosa conversión al catolicismo, que era más de forma que de fondo, pues, al parecer, el pensamiento y el alma de los moriscos seguían siendo islámicos.

Esta situación ya fue considerada por Carlos I y Felipe II, pero estos dos monarcas no llegaron a dar ese paso tan duro, grave y doloroso de decretar la expulsión de todos los moriscos. Sin embargo, este asunto llegó a ser tan asfixiante hace cuatrocientos años, tanto para los gobernantes como para los ciudadanos, que el rey Felipe III decidió la expulsión de los moriscos en el año 1609, como queda dicho, y entre los años 1.609 al 1614 se ejecutó la orden real, obligando a salir de España a los moriscos de Valencia, Aragón, Cataluña y Castilla, a pesar de las revueltas, levantamientos y problemas que trajo consigo esta actuación. Sin duda, aquella expulsión tuvo que ser traumática y penosa, y yo diría que hasta terrible, por el inmenso daño que se hace a una persona cuando se la desarraiga violentamente de su tierra, de su hogar y entorno, de su pasado, de su patrimonio y de sus afectos. Quizá las costumbres, leyes, miedos, fobias, creencias, supersticiones y cultura de hace cuatrocientos años no tenían otra salida que la expulsión de los moriscos. Es difícil juzgar ahora aquella decisión de nuestros antepasados, como, asimismo, es difícil y complicado hacer un juicio ecuánime de las guerras, de los levantamientos, de las rebeliones, de las invasiones y de los enfrentamientos entre los pueblos, pues siempre existirán argumentos a favor de uno u otro bando.

Los hechos y acontecimientos de nuestros pueblos, gloriosos u horrendos, se gestan, se desarrollan y pasan, y después los historiadores los estudian, los plasman en sus libros y dejan constancia de lo sucedido, siempre bajo su particular punto de vista. Estos relatos forman la historia que no podemos cambiar, a la cual, igual que a los muertos, se la debe dejar que descanse en paz, porque si desempolvamos alguna de sus páginas se podrían reavivar pasiones, desavenencias y rencillas que ya han desaparecido o están dormidas.

Si ahora el diputado granadino del partido socialista quiere desagraviar o compensar a los descendientes de los moriscos por el supuesto daño que se causó a sus antepasados, también podría pensar en solicitar a los gobernantes del Magreb que desagravien y compensen a los descendientes de los celtíberos y visigodos que sufrieron la sangrienta invasión de las hordas musulmanas a partir del año 711, y de las sucesivas oleadas de tribus bereberes como fueron los almorávides, los almohades y los benimerines. ¿O es que todos estos invasores no hicieron ningún daño?

Y si hasta ahora me he referido a hechos del pasado, no quiero terminar este escrito sin hacer una reflexión sobre el futuro. Pienso en lo que pasaría en el año 2345; es decir, 400 años a partir del final de la segunda guerra mundial, si a un diputado socialista alemán (en el caso de que todavía existiera una forma de gobierno como en la actualidad) se le ocurriera la peregrina idea de presentar a su congreso, parlamento o Bundestag una proposición no de ley para desagraviar y compensar a los descendientes de los judíos que sufrieron persecución, saqueo, internamiento en campos de concentración, humillaciones y muerte durante el Tercer Reich. ¡Me resisto a pensar que tal proposición hubiera sido aprobada por los alemanes, aunque éstos fueran miembros del partido socialista! Sin embargo, aquí, una proposición similar, fuera de toda lógica, referida a un acontecimiento de hace 400 años, sí ha sido aprobada. ¿Por qué? Porque somos ilógicos, porque…¡Spain is different!

28 de noviembre de 2009

Luis de Torres

miércoles, 18 de noviembre de 2009

¿CON ACENTO GRÁFICO O SIN ÉL?


¿CON ACENTO GRÁFICO O SIN ÉL?

En el caso que quiero comentar se puede escribir con acento gráfico o sin él, pues ambas modalidades son admitidas por la Real Academia Española de la Lengua. Me refiero al nombre de una nación europea: Rumanía o Rumania.

Sin embargo, saco a colación este asunto porque la importante llegada de rumanos a España ha traído como consecuencia que el nombre de la nación de origen de estas personas se oiga con bastante frecuencia en las emisoras de radio y televisión, o se vea escrito en periódicos y revistas, en la versión acentuada; es decir, Rumanía, y nunca, o casi nunca, como Rumania, a pesar de que esta modalidad sin acentuar; es decir, como palabra llana sin tilde, se utilizaba generalmente hasta mediados del siglo XX. No sé la razón o el motivo que llevaron a desplazar el acento hacia la última sílaba que contiene el diptongo “ia” a romper ese diptongo y a convertir la palabra llana, con tres sílabas fonéticas, en una palabra con cuatro sílabas fonéticas. Sólo se me ocurre una salida muy simple: el idioma español es una lengua viva y, como tal, está en constante evolución, y de ahí los cambios que, a veces, nos pueden llamar la atención, o incluso molestarnos.

Pero lo más sorprendente de esta especial andadura de Rumania hasta llegar a Rumanía es que se trata de un caso único, según creo, de alteración en la pronunciación de un nombre de nación que contiene el diptongo “ia”, y digo esto porque he encontrado bastantes nombres de países que terminan con la sílaba “nia” sin que sobre la letra “i” aparezca el acento gráfico. Y aquí van los ejemplos a que me refiero: Alemania, Albania, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania, Macedonia, Polonia, Ucrania, Abisinia, Armenia, Jordania, Kenia, Mauritania, Tanzania y Birmania. Todas son palabras llanas y, sinceramente, me gustaría que no evolucionaran en su pronunciación y que conservaran su actual belleza, dejando el diptongo “ia” con tilde sobre la letra “i” para otras palabras, tan hermosas o más que las anteriores, como pueden ser las siguientes: día, alegría, simpatía, gastronomía, fantasía, geografía, ortografía y María.

17 de noviembre de 2009

Luis de Torres


sábado, 14 de noviembre de 2009

LA HUERTA ZAHERIDA

LA HUERTA ZAHERIDA


Todos los días salgo a pasear para hacer un poco de ejercicio, o para desalojar glucosa de mi sangre y cerrar el paso a esa odiosa enfermedad que se llama diabetes, o para ver cómo van las obras en las calles, los trabajos de creación de carriles bici y los avances en la ampliación de la red tranviaria de Murcia. Pero hace unos días, y aprovechando que el sol otoñal tenía una luminosidad especial y la temperatura era muy agradable, decidí prescindir de mi paseo por el asfalto, entre edificios, y soportando el ruido que suele envolver a la ciudad, y dirigí mis pasos hacia la huerta, esperando encontrar un paisaje verde, atrayente, con aroma de flores, murmullo de agua, cantos de pájaros y hombres y mujeres, laboriosos y atezados, amando y trabajando la tierra de la que formaban parte.

Pronto, sin embargo, empecé a sentirme desilusionado, pues el paisaje que iba apareciendo a mi vista distaba mucho de la estampa bucólica que yo esperaba encontrar. Seguí adelante pues necesitaba respirar, sentir en el rostro, ver con mis ojos y escuchar con mis oídos, todo el ambiente de la huerta, de esa naturaleza domeñada por el hombre, que no sometida ni violentada, sino tratada con mimo, cariño, alegría y entrega hasta dar a la tierra una explosión de vida y una belleza singular y sublime.

Pero esa huerta soñada, que durante siglos existió y glorificó al valle donde se asienta y gestó y moldeó las mejores costumbres y virtudes de la murcianía, ha tenido, quizá, en la ciudad de Murcia su peor enemigo, pues aunque los murcianos de la ciudad han ensalzado las glorias, las bondades y la hermosura de la huerta, algunos de ellos no han tenido reparos en dar vida y poner en movimiento a un monstruo de hormigón, acero, ladrillo, cristal y asfalto que se ha ido alimentando de la huerta, como un depredador que no discierne qué presa tiene que cazar y ataca a la más cercana y lustrosa.

Y ahora, cuando el monstruo está cansado del esfuerzo realizado y su salud se ha quebrantado, la huerta colindante con la ciudad está agonizando, porque ha sido destrozada, maltratada, herida, cubierta de escombros e inmundicias, llena de restos de obras, de piezas metálicas inútiles y herrumbrosas, y de antiguos tramos de acequia secos y convertidos en vertederos malolientes. Y al contemplar esta desgracia ecológica, el ser humano parece sentir los lamentos y la tristeza que surgen de la tierra.

Quise continuar buscando los carriles o veredas de la huerta, con la esperanza de hallar algún lugar donde no se hubiera roto la armonía y perdurara la belleza, pero me fue imposible. Encontré algunos huertos arbolados, que, en principio, me alegraron el corazón, pero pronto me di cuenta de que también habían perdido su primigenio encanto, que ya no estaban cuidados con esmero y amor, que estaban hundidos porque la zahorra, la piedra y el asfalto habían hecho recrecer la senda o la vereda que los acariciaba, y porque la humedad no se asomaba a la tierra.

Algo que me tenía sorprendido era la ausencia de gente por donde yo pasaba, pues no todas las casas que yo veía iban a estar deshabitadas, pero cuando me adentré por un estrecho carril vi a un hombre de bastante edad, sentado en una silla rústica, a la sombra de un árbol medio seco y frente a una casa quizá centenaria, me acerqué a él y, después de darle los buenos días, me atreví a comentar: ¡Qué pena que la huerta esté desapareciendo y se pierdan tantos hermosos rincones! El hombre levantó la cabeza, me miró, y sin mostrar alegría ni pena, me dijo lacónicamente: ¡No podemos evitarlo! ¡No tenemos agua para regar! Calló y yo no insistí. A la espalda de aquel huertano hierático había una pequeña acequia que, como otras, no llevaba agua, pero en su lecho se veían basuras, cosas viejas y escombros. Dije adiós a aquel hombre, que parecía tener seca su alma, como le ocurría a su acequia, quizá de tanto sufrir por la falta de agua, y seguí mi camino. Me contagié de la callada tristeza que emanaba de aquel anciano que tenía rotos sus recuerdos y perdida su esperanza, reflexioné sobre el distinto punto de vista que teníamos los dos sobre la desaparición de gran parte de la huerta, pues él se sentía agobiado y derrotado por la falta de agua, que llevaba irremediablemente a la muerte de su tierra, y yo me quejaba del avance de la ciudad como culpable de la destrucción de la huerta, a la que veía herida, o, mejor dicho, zaherida, pues esa huerta, que parecía sentir como un ser humano, había sido, además de herida, mortificada y humillada.

Ante mi vista aparecieron los edificios de Murcia y la infraestructura viaria. Me parecieron las fauces y los tentáculos del monstruo. El resto de la huerta maltratada agonizaba en silencio. Yo, camino de mi casa, iba pensando en el Canto a Murcia, de La Parranda, y deseé que nunca dejaran de tener vigencia sus últimos versos: “Murcia, qué hermosa eres, tu huerta no tiene igual”

13 de noviembre de 2009

Luis de Torres