viernes, 21 de diciembre de 2007

COVADONGA Y SUS SORPRESAS

Cuando voy de viaje, y ya lo he dicho en alguna otra ocasión, busco la historia de mi patria, que es mi propia historia, y aquellas cosas que, por su singular belleza, añaden más interés y placer a mi viaje.

En el pasado mes de octubre tuve ocasión de asomarme, una vez más, a Covadonga y a su paisaje, y sentí la emoción de encontrarme de nuevo en la cuna de la patria recuperada que llamamos España. Y, naturalmente, subí a la cueva de la Virgen de Covadonga, la Santina, como la llaman los astures, y me hubiera quedado allí un buen rato para gozo de mis sentidos y de mi alma, pero los muchos fieles o peregrinos que se agolpaban en la cueva no me dejaron apenas tiempo para disfrutar de aquel lugar sagrado e histórico. Sólo tuve unos momentos para que mi cámara captara algunas imágenes de la Santina y de su entorno, a pesar de la prohibición que parece existir de hacer fotografías, pero las hice sin flash para no dañar con su luz ningún color de aquel lugar excepcional. Las tomé, por supuesto, para poder tener en mi casa, y con el adecuado sosiego, el tiempo suficiente para contemplar la hermosura de aquel sitio, bien en la pantalla de mi ordenador o en el papel fotográfico.

Y como digo que voy en busca de la historia, utilicé un par de segundos de aquel precioso tiempo en la cueva para tomar una imagen de la tumba de Don Pelayo, que está situada a poca distancia de la derecha del altar, según lo mira el peregrino, y excavada en la roca de la montaña. Esta fotografía es la que incluyo a continuación:



Como se puede ver, la lápida está escrita en caracteres del castellano antiguo y con una ortografía que difiere un tanto de la que tenemos en el español actual. La traducción puede ser la siguiente:

“Aquí yace el Rey Don Pelayo, electo el año de 716, que en esta milagrosa cueva comenzó la restauración de España, vencidos los moros falleció año 737 y le acompañan su mujer y su hermana”

El nombre de su mujer fue el de Gaudiosa, y con ella tuvo a su hija Ermesinda, que fue la esposa del rey Alfonso I de Asturias. Como se ve, el nombre de aquellas mujeres medievales era parecido a los que hallamos ahora en los cuentos de hadas, aunque no hay que negar que tenían cierta resonancia poética.

Y como en Covadonga todo es hermoso y excepcional, por debajo de la cueva donde está la Santina sale una enorme cascada de agua, además de otras más pequeñas, todas ellas blancas de espuma, luminosas y envueltas con la música recia y profunda del agua despeñada y el eco de la cueva, que se hunden con alegría y fuerza en una laguna al pie de la montaña, para, de esta forma, dar nacimiento al río Covadonga, río bravo de montaña, que hiende las rocas y riega la floresta, saltando con prisa entre los riscos del cauce, en ansiosa búsqueda del río Güesa, donde desagua, para que uniendo ambos caudales se encuentren con el Sella, al que darán vida y cuerpo para recorrer juntos el camino hacia el norte hasta Ribadesella y el mar.

Los astures también saben que el agua que brota de la cueva donde está la Virgen de Covadonga es milagrosa, y en términos festivos, y también religiosos, recitan o cantan la siguiente letrilla:

· La Virgen de Covadonga
· tiene una fuente muy clara,
· la niña que de ella bebe,
· dentro del año se casa.

Bajando del santuario, y siguiendo el curso del río Covadonga, llegamos al restaurante El Molino, donde paramos para comer, y donde, de nuevo, surgió algo que llamó mi atención. En las mesas donde nos iban a servir una fabada asturiana, habían colocado unas botellas de vino tinto de la marca RIOSELLA, en cuya etiqueta se podían leer los siguientes versos octosílabos, de desigual rima, pero en conjunto de buena factura, donde se unían la épica y la lírica:

· Río Sella, río amigo,
· unos versos yo te escribo
· con singular emoción,
· porque llevas en tus aguas,
· escrito a través del tiempo,
· cómo astures indomables
· forjaron una nación.

· Un privilegio de dioses
· es el poder contemplar
· desde el alto de la ermita
· cuando rompe la pleamar
· cómo tus aguas tranquilas
· besan las olas del mar.

Después de leer los versos, donde asomaba el alma anónima de un buen asturiano, al que di las gracias mentalmente por el placer que me ofrecía, me llevé a los labios el vaso con el tinto de aquella botella tan bien etiquetada, lo gocé con un par de lentos tragos y, seguidamente, comencé a dar buena cuenta de la excelente fabada que tenía ante mí, regada, obviamente, con el vino asturiano. Fabada, vino y versos me hicieron feliz aquel día junto al rugiente cauce del río Covadonga.

martes, 18 de diciembre de 2007

CARRIL BICI

Primero fueron los inmigrantes los que, quizá siguiendo con alguna costumbre de sus países de origen, empezaron a invadir las aceras de Murcia, y sin duda de muchas otras localidades, con sus bicicletas, y algunos hasta con ciclomotores, pero después, y en vista de que nadie ponía coto a tan incorrecta acción, algunos indígenas españoles se apuntaron a la novedosa costumbre y también comenzaron a cabalgar en sus vehículos de dos ruedas por las aceras de la ciudad de Murcia. Y nadie, con autoridad suficiente, cortó de raíz esta alteración fraudulenta del uso de las aceras, que siempre habíamos creído que estaban ahí únicamente para los peatones, y que sólo podían ser holladas por los zapatos, sandalias, alpargatas y otros tipos de calzado de los humanos, pero no por los neumáticos movidos por tracción humana o con motor de explosión.


Este cambio en el tipo de circulación por las aceras, que no añade ningún enriquecimiento a la vida ciudadana, como algunos dicen que sucede con las aportaciones de los inmigrantes, sino que entraña un peligro constante para los peatones, no parece importar ni mucho ni poco a las autoridades, pues no se ve que hagan algo para erradicar este peligro de nuestras aceras, y algunos nos tememos que hasta que no ocurra algún accidente, con herido grave o menos grave, o con algún muerto, que sería terrible, pero no imposible (observando la forma imprudente con que circulan algunos invasores de las aceras) las autoridades no saldrán de su letargo e inactividad.


Desgracidamente, hasta el momento, los vehículos siguen invadiendo y colonizando nuestras aceras, y la corporación municipal, con el Sr. Alcalde a la cabeza, sigue ignorando el problema. O quizá nuestros ediles piensen que haciendo un carril bici desde la Fica al Raal ya han cumplido con su cometido, o que la carencia de carril bici en Murcia capital justifica y hace lógico que se supla con la invasión de las aceras. Veremos qué pasa si algún día se produce una desgracia. Nadie asumirá la responsabilidad, pero ésta existirá y alguien tendrá que pagar por la negligencia y la desidia actuales.

domingo, 25 de noviembre de 2007

GRAFFITI

Nos suelen decir, especialmente los médicos, que pasear es una muy buena costumbre para prevenir o reducir el colesterol o el exceso de glucosa, pero todavía no he oído a ningún profesional de la medicina, o persona docta, o autoridad municipal, que diga que pasear por las ciudades puede ser perjudicial para el equilibrio mental, y no debido al tráfico, los ruidos, los atascos, la contaminación, las prisas, etc., que por supuesto, también atacan al sufrido ser humano.
Yo me refiero al asalto agresivo y continuado que se hace contra los edificios públicos y privados, los monumentos, las paredes, las vallas, verjas, bancos y otros elementos que nos encontramos en las ciudades, que se ven cubiertos de “graffiti”, o grafitos, que es la palabra que admite la Real Academia Española, que hieren el buen gusto, que afean, ensucian y degradan el paisaje urbano, que no tienen nada de arte, y sí mucho de incultura, chapuza y mala fe, aparte del tremendo gasto que supone su supresión si alguien quiere hacer una limpieza a fondo.
Y todo este aluvión de garrapatos y pintarrajos, no hechos con la pluma o el lápiz, sino con aerosoles, cuyos pigmentos penetran más profundamente en los materiales, no parece preocupar excesivamente a las autoridades, porque el ciudadano no percibe que se haga nada para erradicar este azote, para terminar con estas agresiones tan desagradables.Quizá se haga algo, pero en la ciudad de Murcia no se nota, por lo que se llega a la conclusión de que el Sr. Alcalde o no puede, o no sabe, o no quiere resolver el problema. Estoy seguro que se puede poner coto a tanto atropello, pero hay que tener la decisión política de hacerlo, porque medios, sin duda, los tiene el Ayuntamiento. La salud mental de muchos ciudadanos está en peligro. Decídase Sr. Alcalde a librarnos de tanto vándalo y tanta inmundicia, porque Murcia no será una ciudad limpia, como ahora se pregona, hasta que, además de barrer las calles, los edificios, monumentos, paredes, etc. muestren su color normal, sin la horrible lacra de los grafitos, que el único mensaje que transmiten es el dolor y la desesperación de una ciudad agredida y no protegida por las autoridades.

viernes, 23 de noviembre de 2007

HISPANIDAD

Tengo excelentes recuerdos de mis viajes a países iberoamericanos, no sólo de los paisajes, ciudades, pueblos y tradiciones de aquellas tierras, sino también de sus habitantes. Sin embargo, me molesta, me duele y no comprendo que un mestizo pueda hablar mal de España o de los españoles. Puede ser, o quizá no haya duda, que nuestros antepasados, los conquistadores, cometieran atropellos y fechorías, además de llevar nuestra lengua, religión, cultura, costumbres, sangre y bastantes otras cosas buenas. Pero ¿cómo es posible que un mestizo se queje de España, de nosotros, o de los españoles que fueron a América?
¿Es que no se da cuenta ese mestizo que él no existiría si los españoles no nos hubiéramos embarcado en la empresa colonizadora de América y no hubiéramos unido nuestra sangre a la de los indígenas americanos? Cada persona es un ser único e irrepetible que ha llegado al mundo después de infinitos intercambios genéticos.
¿Quién es capaz de saber dónde empieza su árbol genealógico y cuántos injertos ha tenido?
Recuerdo con especial emoción una poesía que oí recitar en una reunión folklórica en Yucatán, que se refería a “unas gotas de sangre española”, las cuales habían aportado a la sangre indígena virtudes, reciedumbre, arte, caballerosidad, fortaleza, cultura, sentimientos y nobleza, que dieron como resultado un pueblo mejor. Aquella poesía fue un canto sublime a España y al mestizaje, que había recibido las virtudes y los valores españoles. Nuestros antepasados también sufrieron invasiones, y, con ellas, sufrimientos, humillaciones, muerte y destrucción. Los romanos, por citar solamente un pueblo invasor de la península ibérica, venían con sus legiones y con la espada en la mano, pero nos trajeron la base de nuestra hermosa lengua, leyes justas que aún perduran, enseñanza para hacer grandes obras, y la unidad de Hispania, y yo nunca me quejé de los romanos, viéndolos desde la perspectiva que da la historia y el tiempo, sino que les agradecí lo bueno que nos trajeron, sea yo un celtíbero sin mezcla, o un mestizo de celtíbero y romano.

martes, 9 de octubre de 2007

EL VIAJE AL PASADO

Cuando salgo de viaje algo bulle en mi mente. Espero ver nuevos paisajes, monumentos, otras gentes, caminos, amaneceres, puestas de sol, ríos serenos o cursos de agua bravíos, bosques, llanuras, montañas, desiertos o el infinito mar, pero también deseo y busco encontrarme con la historia. En el fondo de mi alma lo que ansío y quiero es enfrentarme con mi propia historia, porque yo formo parte de la humanidad y ésta ha recorrido un largo camino hasta llegar a mí, y ese camino de siglos o milenios ha ido dejando huellas, algunas sublimes, otras atroces y tortuosas, pero todas necesarias para formarlo. Hallar esas huellas y abrazarlas, gozar de los ecos que me llegan al corazón desde el pasado, son posiblemente la razón y la llamada que me mueven a emprender el nuevo viaje.

Por eso, el viaje a Italia, después de otros viajes a la misma tierra, tuvo el atractivo dominante de volver a la cuna de aquella civilización que nos trajo nuestro idioma y la cultura occidental, aunque la adquisición de estos valores costara a nuestros antepasados celtíberos sangre, dolor, saqueos, humillaciones, esclavitud y penas sin cuento.

Y de los varios sitios que visitamos durante el viaje a Italia tengo el recuerdo vivo e imperecedero de Roma, pues en esta ciudad la historia nos aparece por doquier, se toca en cada esquina, y se ve y se vive en cada monumento, calle o plaza, una historia que no es solamente de Roma sino de todo el mundo, pues las legiones romanas hollaron y dominaron todas las tierras conocidas en aquella época, tanto europeas como africanas y asiáticas, pues caminaron, lucharon y regaron con su sangre las tierras de Hispania, de Francia, de Gran Bretaña, de los Países Bajos, de los Balcanes, del centro de Europa al sur del Danubio, de Libia, Judea, Siria, Egipto, etc. etc., y posteriormente, con el devenir de los tiempos, españoles y portugueses, franceses y británicos, llevaron la cultura latina a otras tierras más allá de las columnas de Hércules, más allá del fin del mundo romano.

De todo lo visto y recorrido durante mi última estancia en Roma quiero destacar lo que mi grupo y yo vivimos cuando nos tocó visitar el Coliseo y su entorno. Aquel día comenzamos yendo a la Piazza Venezia, donde está el enorme, pero escasamente interesante, Monumento a Vittorio Emanuele II, para después rodear el mismo por su parte derecha y llegar a la larga y recta rampa escalonada llamada La Cordonata, diseñada por Miguel Ángel para que el emperador español Carlos I entrara en Roma, por la Colina Capitolina, donde se sitúa la fundación de Roma. Y fue a partir de aquí cuando comenzó la historia y la belleza de la Roma antigua, y también los horrores, las tragedias, las intrigas, los triunfos y la grandeza de aquella ciudad. Nuestra guía nos condujo a las escaleras Gemonianas, desde las que ya divisamos con asombro y emoción las ruinas del Foro Romano, con el primer plano del Arco de Triunfo de Septimio Severo, junto al cual existe una base circular pétrea que marca el centro simbólico de la antigua Roma. Sin embargo, no recuerdo que nuestra guía nos indicara por qué sitio importantísimo estábamos pasando, a menos que yo estuviera desligado del grupo haciendo fotos o vídeo, como es mi mala costumbre. No obstante, el edificio que teníamos junto a nosotros era la cárcel romana, conocida como la prisión Mamertina, donde la tradición cuenta que estuvieron encarcelados san Pedro y san Pablo. Después bajamos por una calle en cuesta hasta llegar a la Vía de los Foros Imperiales, para encontrarnos con la columna Trajana y el Foro y Mercado de Trajano, emperador romano-español nacido en Itálica, España, bajo cuyo reinado el imperio romano llegó a su máxima extensión. Siguiendo la Vía de los Foros Imperiales divisamos el Coliseo, pero la guía nos condujo hacia la izquierda, donde está la estación de Metro del Colosseo, para subir a la Colina Esquilina y visitar la iglesia de San Pedro in Vincoli, donde pudimos contemplar la estatua de Moisés, esculpida por Miguel Ángel, para la tumba del Papa Julio II.

Al regresar también dejamos de visitar otro sitio de gran importancia en la historia de Roma, pues cuando bajábamos en dirección al Coliseo y algunos de nosotros nos afanábamos por coger agua de una fuente, se nos privó de la visita a la zona de la Colina Palatina donde se encontraba el Domus Áurea (Palacio Dorado) que fue residencia de Nerón, aunque quedan pocos restos y de escasa importancia. Para mí, lo más destacado es el nombre, pues Domus Áurea, que es el nombre en latín, me parece de una belleza indescriptible, como ocurre con otras palabras; belleza que contrasta con la mala fama que nos dejó su dueño y ocupante Nerón.

Ya por la tarde de aquel día, bajamos a ver el Coliseo, que mandó construir Vespasiano, y algunos entraron en el recinto y otros nos quedamos visitando y contemplando los alrededores, especialmente el Arco de Triunfo de Constantino, que fue el último arco triunfal levantado por los romanos, y aunque tuvimos la tentación de bajar por la Vía de San Gregorio, para llegar al Circo Massimo, descartamos la idea porque el tiempo se nos echaba encima y teníamos que coger el autobús para regresar al hotel. Por tanto, decidimos subir a la Vía de los Foros Imperiales y descansar a la sombra del antiguo templo de Venus. Sin embargo, como dentro de mí todavía quedaba algo de mi espíritu aventurero, decidí internarme en la Vía Sacra, por la que se accede al Arco de Tito y al Foro Romano, pero el tiempo era tan escaso que, incluso, estaban cerrando la puerta que permitía el paso al citado arco triunfal y al resto del conjunto arqueológico. No tuve más remedio que volver sobre mis pasos, pero observé que la Vía Sacra todavía estaba empedrada con las losas originales y que el sol del atardecer producía un efecto de claroscuro digno de captarlo con mi cámara. Sin dudarlo más busqué un buen contraluz e hice un solo disparo, y me traje a España la mejor fotografía de todo mi viaje. Después recordé algo que había leído sobre la Vía Sacra y me sentí trasladado a la Roma imperial, como si yo fuera un espectador excepcional de lo que, sobre aquellas mismas losas, pulidas y brillantes por el paso del tiempo y de las personas, ocurrió allá por el año 70 después de Cristo, que fue otro episodio de horror y muerte para llegar al poder político, que en aquellos tiempos era el poder de decidir sobre vidas, haciendas y honor.

Cuenta la historia, según la pluma del escritor romano Suetonio, que el emperador Vitelio, al encontrarse en inferioridad de fuerzas ante el avance de Vespasiano con sus legiones, buscó a Flavius Sabinus, hermano de Vespasiano, para pactar una abdicación honrosa, y Sabinus le ofreció dejarle ir con vida y un millón de monedas de oro. Vitelio informó a sus soldados de su posible abdicación, pero éstos no la querían, y aunque quiso hacerles ver su inestable situación, los soldados siguieron exigiendo que mantuviera su puesto y título de emperador romano. Quizá debido a tales muestras de lealtad, Vitelio se llenó de valor y cometió un craso error. Con algún tipo de excusa o engaño, Vitelio llevó a Sabinus y a sus parientes al Capitol, al templo de Júpiter el Grande, y mandó prender fuego al edificio, con todos los miembros de la familia Flavia dentro, los cuales murieron abrasados, mientras Vitelio celebraba un banquete en el palacio que ocupó el emperador Tiberio.



Aunque la historia dice que Vitelio se arrepintió de su crimen, los senadores romanos, cónsules, pretores y otros altos cargos del imperio, no aceptaron ni sus disculpas ni sus propósitos de paz, aunque estuvieron dispuestos a enviar una delegación, acompañada de vírgenes vestales, para intentar lograr un armisticio con Vespasiano, pero el avance de éste era tan rápido y llegaban noticias de que las legiones estaban a las puertas de Roma, que Vitelio decidió escapar con la ayuda de algunos de sus fieles servidores. De poco le sirvió su precipitada huída, pues las tropas entraron en palacio, saquearon sus riquezas, y hallaron a Vitelio escondido y disfrazado para no ser reconocido como emperador. Los soldados le ataron las manos a la espalda, le pusieron al cuello el lazo de una horca, y le arrastraron fuera del palacio hasta la Vía Sacra, semidesnudo, sangrando, siendo injuriado y maltratado por los soldados, hasta que le llevaron al Foro Romano, donde se le sometió a la tortura de hacerle infinitos cortes hasta que, finalmente, un oficial de la tropa le remató, posiblemente hundiéndole una daga en su maltrecho cuerpo. Después, le clavaron un gancho y, entre la algarabía de los soldados y del pueblo, su cuerpo ensangrentado y destrozado fue arrastrado por las calles hasta el río Tíber, donde fue arrojado.

Roma nos depara estos recuerdos y otros muchos, algunos maravillosos, como fue la contemplación, verdaderamente embelesado ante tanto arte y tanta belleza, de la Basílica de San Pablo Extramuros.

Yo regresé a España con el callado deseo de volver a pisar suelo italiano, y con la emoción de haber visto otra vez los restos de la Roma imperial y, particularmente, de haber caminado por las mismas piedras de la Vía Sacra que vieron el escarnio, el sufrimiento y la muerte de un emperador romano.

Luis de Torres

sábado, 17 de marzo de 2007

ORQUÍDEAS, NENÚFARES Y LIBÉLULAS

Estas tres palabras, en su forma plural, me parecen la apoteosis de la belleza de las palabras esdrújulas. Quizá existan otras palabras igual de hermosas, pues nuestra lengua no es tacaña en vocablos maravillosos, pero yo tengo una especial predilección por esos nombres que alguien, con un alma poética, los aplicó a unos seres vivos que deleitan y arroban, que emocionan y embelesan, porque la naturaleza los ha dotado de una infinita belleza y de unas extraordinarias características.

Y este amor que tengo a estos seres se ha ido forjando y haciéndose más intenso porque tengo la inmensa suerte de contemplarlos con mucha frecuencia, y cuanto más me extasío viendo su rutilante belleza más me atraen y me subyugan.

Hace algunos meses mi hija obsequió a mi esposa con una preciosa maceta coronada con no menos de una docena de pequeñas pero bellísimas orquídeas, cuyos pétalos principales, de color morado o magenta, en matices intensos o suaves, parecían arropar a otros pétalos pequeños y al cáliz. Todas estas flores estuvieron ofreciéndonos su hermosura durante muchos días, plenas de vida y de color, incitándonos a su contemplación y a gozar del desbordante festín visual que nos entregaban con alegría, quizá como pago del pequeño riego, con algo de abono, con que obsequiábamos a la maceta de vez en cuando. Llegó un día, sin embargo, que su derroche de vigor y color empezó a decaer, y vimos con tristeza que, una tras otra, las orquídeas se iban soltando de la vara madre que las sustentaba y que sus mustios cuerpos se quedaban inertes en el suelo. Pero la naturaleza, que parece poseer un soplo divino, obró en la planta, en sus raíces, en sus hojas, en sus ramas y en la savia de sus nervaduras, un milagro casi inmediatamente después de la muerte de las primeras flores, y vimos con asombro y fascinación que la vara madre, fértil y fuerte, empezaba a mostrar tiernas yemas, como si fueran el feliz anuncio de un nuevo parto de bellísimas hijas. Y así fue, a los pocos días una esplendorosa orquídea nos obsequió con su exquisita forma y sus delicados colores, y otros cuantos brotes comenzaron su crecimiento, de tal manera que, increíblemente, en un acto misterioso de la naturaleza, siempre hemos tenido una orquídea en la plenitud de su vida, permaneciendo así durante varios días hasta que otro brote se convierte en una nueva belleza, y la anterior, cumplido su ciclo, se desprende de su madre y cae mustia y sin brillo al suelo. Pero lo increíble y fascinante es que ahora, cuando la primavera está a punto de llegar, una incontenible explosión de vida ha aparecido en la planta y una docena de orquídeas adornan ya tres varas madre y otros veinte capullos hinchados de vida anuncian su inmediata llegada con el propósito bendito de hermosear nuestro mundo.

¡Y qué voy a decir de los nenúfares y las libélulas! También tengo la suerte de poseer un pequeño estanque, de escasa profundidad, en cuyas orillas crecen algunas plantas acuáticas, mientras que en el centro perviven varias plantas de nenúfares que en el otoño parecen languidecer y en el invierno morir, pues da la sensación de que las grandes hojas pierden el color, ennegrecen, se fragmentan y se convierten en materia orgánica inerte. Quizá la secuencia de su degradación no sea tal y como la describo, pero de lo que no tengo duda es que la vida queda, al menos, en sus raíces y tallos, y cuando llega esa estación que llamamos primavera, la eterna mano de la vida sacude con fuerza a esos pequeños residuos que quedan en el fondo del estanque, los despierta de su letargo y los pone a trabajar, y cuando llega el mes de mayo nos empiezan a ofrecer sobre las aguas de la diminuta laguna una enorme profusión de grandes, redondas y brillantes hojas, de un lujuriante color verde, de entre las cuales sobresalen unos brotes enhiestos, henchidos de flores en formación y que predicen un derroche de belleza. ¡Y no nos defrauda la predicción! Muy poco tiempo después, la primavera nos entrega, en un alarde de generosidad sin límites, una espléndida colección de nenúfares blancos, teñidos de un suave color rosa, que dejan suspendido el espíritu, pues es difícil entender cómo se puede dar una conjunción tan excepcionalmente hermosa y equilibrada entre el verde intenso de las hojas, el deslumbrante color de las flores, su gran tamaño y distribución, y el brillo cegador del sol sobre las escasas láminas de agua que se ven o adivinan bajo la explosión de vida que se ofrece a nuestra vista.

Y cuando ya estamos ahítos y asombrados de tanta belleza, sobre el tallo solitario de una planta acuática, que emerge cimbreante sobre los nenúfares, se posa un ser que ha dejado su fase de ninfa de las aguas para convertirse en un insecto volador, de alas transparentes y reticulares, ojos enormes, y cuerpo alargado y esbelto de un intenso color rojo metálico que brilla bajo el sol: la libélula. Pero para que el asombro y la fascinación no terminen, en otro tallo, que también pugna por balancearse sobre los nenúfares, otra libélula, con un cuerpo azul metalizado, me honra con su presencia y su belleza. Pensé que aquel cuadro era una parte de la perfección que nos da la naturaleza, o la creación, o el Supremo Hacedor. ¿Quién lo sabe? Quizá aquellas libélulas, una roja y la otra azul, pero ambas bellísimas, eran la hembra y el macho, o éste y aquélla, pero posiblemente formaban la pareja que, en su pequeño mundo, renovaría la hermosura, el orden y la armonía para la próxima primavera.

domingo, 11 de marzo de 2007

LA TRAGEDIA DE LA TIERRA

Hace unos días viajé por la llamada Costa del Sol, desde Málaga hasta Gibraltar, y aunque la mayoría de la gente piensa que todas las construcciones que se han levantado a lo largo de esta ruta añaden una singular belleza a la zona que se extiende desde el Mediterráneo hasta las sierras que se alzan al norte de la costa, yo pensé que aquello era una terrible tragedia, un abuso, una desgracia y una ofensa que los hombres habíamos hecho a la naturaleza.

Me acordé de los indios sudamericanos, especialmente de los quechuas, que llamaban a la tierra la Pacha Mama, que era la madre de todos y de todo, pues todo lo engendraba y lo poseía, incluso los hombres y mujeres, mientras que éstos nada tenían, ya que todo pertenecía a la citada deidad femenina. En aquella civilización nadie era dueño de la tierra y todos cumplían con la obligación de protegerla y mantenerla, pues ella les daba sus frutos y los alimentaba, y nadie osaba ni destruirla ni humillarla, ni mucho menos querer convertirse en un dios y pretender ser dueño de la tierra o de las montañas. La sabiduría de aquellos indios nunca la tuvimos los hombres blancos, y si alguna vez gozamos de ese privilegio mental, tuvo que ser hace miles de años, cuando todavía no se había despertado en nosotros la ambición, la codicia y el ansia por la propiedad, y éramos solamente cazadores y recolectores, con el único propósito de sobrevivir, y nunca de abusar o destruir, y nuestros dioses eran el sol, el cielo, los ríos, los bosques o la tierra, a los que rendíamos pleitesía, veneración y respeto.

Cuando contemplaba el paisaje abarrotado de casas, de edificios de todo tipo y tamaño, llenando los espacios de forma anárquica, borrando el verde de la vegetación, o el ocre y gris de la tierra y de las rocas, y cubriendo de formas geométricas rectangulares, cuadradas, cilíndricas u onduladas de color blanco, salmón o rojo, las llanuras, las laderas, los riscos, las quebradas y hasta la arena de las playas, no me sentí deslumbrado por la ingente obra del hombre sino apenado por los miles de abusos que se habían cometido contra la naturaleza.

Me imaginé que aquellos prados, laderas, valles, bosques, sotos, colinas y hasta cumbres, que se formaron a lo largo de millones de años, que gozaron siempre del calor del sol, del frío de la nieve, de la lluvia y del viento, donde crecían los árboles y los arbustos, las plantas aromáticas y las hierbas, y donde tenían su particular paraíso aves, mamíferos, reptiles e insectos, habían sido ultrajados, esclavizados, pisoteados, heridos y hasta asesinados. Aquella naturaleza, que había sido agredida sin piedad ni consideración, ya no respiraría profundamente, ni recibiría el calor vivificante del sol, ni podría contemplar el azul del cielo, ni bebería el agua de las nubes, ni entregaría al viento el polen o las esporas para que la nueva vida se desparramara por doquier, ni pariría en primavera millones de flores o mariposas, u otros seres, o llenaría el paisaje de colores y aromas. El cemento, el ladrillo, el acero, el cristal, el asfalto y otras maldiciones para la Pacha Mama lo aplastarían todo bajo su peso y su locura, y la naturaleza, herida y rota, desangrada de su savia y sus esencias, entraría en una fase agónica, sabedora quizá de que aquel daño que estaba sufriendo sería irreversible, a menos que llegara en el futuro otra era cósmica, que renovara el mundo, que hiciera que éste resucitara, como el ave fénix, a una nueva vida natural. Pero hasta que llegue la renovación, si es que alguna vez se produce el milagro, la naturaleza, la Pacha Mama y todos los dioses llorarán y gemirán sin consuelo por la tragedia que el gran depredador, el hombre codicioso, les ha traído, mientras éste, sordo y ciego, ni escucha los gritos de dolor ni ve la hecatombe que ha traído a la vida.