sábado, 17 de marzo de 2007

ORQUÍDEAS, NENÚFARES Y LIBÉLULAS

Estas tres palabras, en su forma plural, me parecen la apoteosis de la belleza de las palabras esdrújulas. Quizá existan otras palabras igual de hermosas, pues nuestra lengua no es tacaña en vocablos maravillosos, pero yo tengo una especial predilección por esos nombres que alguien, con un alma poética, los aplicó a unos seres vivos que deleitan y arroban, que emocionan y embelesan, porque la naturaleza los ha dotado de una infinita belleza y de unas extraordinarias características.

Y este amor que tengo a estos seres se ha ido forjando y haciéndose más intenso porque tengo la inmensa suerte de contemplarlos con mucha frecuencia, y cuanto más me extasío viendo su rutilante belleza más me atraen y me subyugan.

Hace algunos meses mi hija obsequió a mi esposa con una preciosa maceta coronada con no menos de una docena de pequeñas pero bellísimas orquídeas, cuyos pétalos principales, de color morado o magenta, en matices intensos o suaves, parecían arropar a otros pétalos pequeños y al cáliz. Todas estas flores estuvieron ofreciéndonos su hermosura durante muchos días, plenas de vida y de color, incitándonos a su contemplación y a gozar del desbordante festín visual que nos entregaban con alegría, quizá como pago del pequeño riego, con algo de abono, con que obsequiábamos a la maceta de vez en cuando. Llegó un día, sin embargo, que su derroche de vigor y color empezó a decaer, y vimos con tristeza que, una tras otra, las orquídeas se iban soltando de la vara madre que las sustentaba y que sus mustios cuerpos se quedaban inertes en el suelo. Pero la naturaleza, que parece poseer un soplo divino, obró en la planta, en sus raíces, en sus hojas, en sus ramas y en la savia de sus nervaduras, un milagro casi inmediatamente después de la muerte de las primeras flores, y vimos con asombro y fascinación que la vara madre, fértil y fuerte, empezaba a mostrar tiernas yemas, como si fueran el feliz anuncio de un nuevo parto de bellísimas hijas. Y así fue, a los pocos días una esplendorosa orquídea nos obsequió con su exquisita forma y sus delicados colores, y otros cuantos brotes comenzaron su crecimiento, de tal manera que, increíblemente, en un acto misterioso de la naturaleza, siempre hemos tenido una orquídea en la plenitud de su vida, permaneciendo así durante varios días hasta que otro brote se convierte en una nueva belleza, y la anterior, cumplido su ciclo, se desprende de su madre y cae mustia y sin brillo al suelo. Pero lo increíble y fascinante es que ahora, cuando la primavera está a punto de llegar, una incontenible explosión de vida ha aparecido en la planta y una docena de orquídeas adornan ya tres varas madre y otros veinte capullos hinchados de vida anuncian su inmediata llegada con el propósito bendito de hermosear nuestro mundo.

¡Y qué voy a decir de los nenúfares y las libélulas! También tengo la suerte de poseer un pequeño estanque, de escasa profundidad, en cuyas orillas crecen algunas plantas acuáticas, mientras que en el centro perviven varias plantas de nenúfares que en el otoño parecen languidecer y en el invierno morir, pues da la sensación de que las grandes hojas pierden el color, ennegrecen, se fragmentan y se convierten en materia orgánica inerte. Quizá la secuencia de su degradación no sea tal y como la describo, pero de lo que no tengo duda es que la vida queda, al menos, en sus raíces y tallos, y cuando llega esa estación que llamamos primavera, la eterna mano de la vida sacude con fuerza a esos pequeños residuos que quedan en el fondo del estanque, los despierta de su letargo y los pone a trabajar, y cuando llega el mes de mayo nos empiezan a ofrecer sobre las aguas de la diminuta laguna una enorme profusión de grandes, redondas y brillantes hojas, de un lujuriante color verde, de entre las cuales sobresalen unos brotes enhiestos, henchidos de flores en formación y que predicen un derroche de belleza. ¡Y no nos defrauda la predicción! Muy poco tiempo después, la primavera nos entrega, en un alarde de generosidad sin límites, una espléndida colección de nenúfares blancos, teñidos de un suave color rosa, que dejan suspendido el espíritu, pues es difícil entender cómo se puede dar una conjunción tan excepcionalmente hermosa y equilibrada entre el verde intenso de las hojas, el deslumbrante color de las flores, su gran tamaño y distribución, y el brillo cegador del sol sobre las escasas láminas de agua que se ven o adivinan bajo la explosión de vida que se ofrece a nuestra vista.

Y cuando ya estamos ahítos y asombrados de tanta belleza, sobre el tallo solitario de una planta acuática, que emerge cimbreante sobre los nenúfares, se posa un ser que ha dejado su fase de ninfa de las aguas para convertirse en un insecto volador, de alas transparentes y reticulares, ojos enormes, y cuerpo alargado y esbelto de un intenso color rojo metálico que brilla bajo el sol: la libélula. Pero para que el asombro y la fascinación no terminen, en otro tallo, que también pugna por balancearse sobre los nenúfares, otra libélula, con un cuerpo azul metalizado, me honra con su presencia y su belleza. Pensé que aquel cuadro era una parte de la perfección que nos da la naturaleza, o la creación, o el Supremo Hacedor. ¿Quién lo sabe? Quizá aquellas libélulas, una roja y la otra azul, pero ambas bellísimas, eran la hembra y el macho, o éste y aquélla, pero posiblemente formaban la pareja que, en su pequeño mundo, renovaría la hermosura, el orden y la armonía para la próxima primavera.

domingo, 11 de marzo de 2007

LA TRAGEDIA DE LA TIERRA

Hace unos días viajé por la llamada Costa del Sol, desde Málaga hasta Gibraltar, y aunque la mayoría de la gente piensa que todas las construcciones que se han levantado a lo largo de esta ruta añaden una singular belleza a la zona que se extiende desde el Mediterráneo hasta las sierras que se alzan al norte de la costa, yo pensé que aquello era una terrible tragedia, un abuso, una desgracia y una ofensa que los hombres habíamos hecho a la naturaleza.

Me acordé de los indios sudamericanos, especialmente de los quechuas, que llamaban a la tierra la Pacha Mama, que era la madre de todos y de todo, pues todo lo engendraba y lo poseía, incluso los hombres y mujeres, mientras que éstos nada tenían, ya que todo pertenecía a la citada deidad femenina. En aquella civilización nadie era dueño de la tierra y todos cumplían con la obligación de protegerla y mantenerla, pues ella les daba sus frutos y los alimentaba, y nadie osaba ni destruirla ni humillarla, ni mucho menos querer convertirse en un dios y pretender ser dueño de la tierra o de las montañas. La sabiduría de aquellos indios nunca la tuvimos los hombres blancos, y si alguna vez gozamos de ese privilegio mental, tuvo que ser hace miles de años, cuando todavía no se había despertado en nosotros la ambición, la codicia y el ansia por la propiedad, y éramos solamente cazadores y recolectores, con el único propósito de sobrevivir, y nunca de abusar o destruir, y nuestros dioses eran el sol, el cielo, los ríos, los bosques o la tierra, a los que rendíamos pleitesía, veneración y respeto.

Cuando contemplaba el paisaje abarrotado de casas, de edificios de todo tipo y tamaño, llenando los espacios de forma anárquica, borrando el verde de la vegetación, o el ocre y gris de la tierra y de las rocas, y cubriendo de formas geométricas rectangulares, cuadradas, cilíndricas u onduladas de color blanco, salmón o rojo, las llanuras, las laderas, los riscos, las quebradas y hasta la arena de las playas, no me sentí deslumbrado por la ingente obra del hombre sino apenado por los miles de abusos que se habían cometido contra la naturaleza.

Me imaginé que aquellos prados, laderas, valles, bosques, sotos, colinas y hasta cumbres, que se formaron a lo largo de millones de años, que gozaron siempre del calor del sol, del frío de la nieve, de la lluvia y del viento, donde crecían los árboles y los arbustos, las plantas aromáticas y las hierbas, y donde tenían su particular paraíso aves, mamíferos, reptiles e insectos, habían sido ultrajados, esclavizados, pisoteados, heridos y hasta asesinados. Aquella naturaleza, que había sido agredida sin piedad ni consideración, ya no respiraría profundamente, ni recibiría el calor vivificante del sol, ni podría contemplar el azul del cielo, ni bebería el agua de las nubes, ni entregaría al viento el polen o las esporas para que la nueva vida se desparramara por doquier, ni pariría en primavera millones de flores o mariposas, u otros seres, o llenaría el paisaje de colores y aromas. El cemento, el ladrillo, el acero, el cristal, el asfalto y otras maldiciones para la Pacha Mama lo aplastarían todo bajo su peso y su locura, y la naturaleza, herida y rota, desangrada de su savia y sus esencias, entraría en una fase agónica, sabedora quizá de que aquel daño que estaba sufriendo sería irreversible, a menos que llegara en el futuro otra era cósmica, que renovara el mundo, que hiciera que éste resucitara, como el ave fénix, a una nueva vida natural. Pero hasta que llegue la renovación, si es que alguna vez se produce el milagro, la naturaleza, la Pacha Mama y todos los dioses llorarán y gemirán sin consuelo por la tragedia que el gran depredador, el hombre codicioso, les ha traído, mientras éste, sordo y ciego, ni escucha los gritos de dolor ni ve la hecatombe que ha traído a la vida.