sábado, 11 de abril de 2009

L'AQUILA Y LA VIDA

L’AQUILA Y LA VIDA

El día 6 de abril de 2009 los italianos de la región de los Abruzzos recibieron en sus carnes y en sus almas la conmoción y el horrible zarpazo de un terremoto de fuerza 6,7 en la escala de Richter, y muy especialmente los habitantes de la ciudad de L’Aquila, ya que bajo sus pies estaba el epicentro, y en su vertical, y profundamente, el mundo infernal del hipocentro del seísmo, esa zona de horror donde las placas tectónicas van acumulando energía, pugnando por ser una más fuerte que la otra en su afán de avanzar, hasta que, sin posibilidad de seguir adelante, las grandes masas chocan entre sí, se fragmentan, se colapsan, o se elevan hacia la superficie, enviando en todas direcciones, como resultado del titánico y obstinado encuentro, poderosas ondas destructivas capaces de modificar la estructura subterránea y el paisaje de la superficie exterior.

La catástrofe que genera un temblor de tierra de inusitada intensidad, por mucho daño que produzca en edificios y monumentos, causa siempre mayor estrago entre la población, que, sin ser consciente de la amenaza, recibe la brutal sacudida sin haber tomado ninguna medida de protección. En cuestión de segundos se consuma la hecatombe, y entre las grietas de la tierra, los edificios destruidos, el polvo, el ruido del monstruo que se retuerce en el subsuelo y los gemidos y gritos de los heridos o sepultados, numerosos seres humanos han perdido su vida inesperadamente y su cuerpo, aún caliente y estremecido, se ha quedado roto y quieto en aquel escenario de destrucción y muerte.

Las gentes de L’Aquila, y de buena parte de su entorno, que hayan sobrevivido al bestial temblor, además de llorar por sus muertos o heridos, y por el daño que hayan sufrido en sus cuerpos o en su patrimonio, quizá hayan elevado su mirada al cielo y hayan musitado: ¿Por qué, Señor, por qué nos has mandado tanto dolor y pesadumbre? ¿Por qué, Dios Santo, nos has castigado de esta manera tan horrenda? Lo más probable es que no haya respuesta para tales preguntas. El hombre, ante desgracias tan tremendas, se siente débil, confuso, pequeño y sin futuro, no comprende lo sucedido, su mente está turbada y oscurecida, y aunque se queja a Dios, al mismo tiempo su humilde protesta también entraña una petición de ayuda a la divinidad.

Casi 300 muertos, más de 1.500 heridos, y un número enorme de edificios destruidos, es un golpe devastador. Pasarán muchos años antes de que todo se haya reconstruido, pero dudo mucho que las personas que hayan soportado pérdidas de sus seres queridos lleguen a olvidar la tragedia, por muchos años de vida que aún tengan por delante. El dolor de estos días se les quedará grabado en el corazón para siempre, y sus mentes pensarán, una y otra vez, cómo habría sido la vida si la furia del terremoto no les hubiera arrancado, a traición y sin motivo, a sus familiares, vecinos, o amigos. Quizá también piensen algunos hijos que hayan perdido a sus padres, o algunos nietos que hayan perdido a sus abuelos, que los que se han ido seguirán viviendo en ellos, como siempre ha ocurrido, que en las nuevas generaciones viven las precedentes, y que en esta cadena de la vida siempre hemos vivido en nuestros antepasados y seguiremos viviendo en nuestros descendientes.

He viajado varias veces a Italia, siento un gran afecto por este país, italianos y españoles hemos compartido buena parte de nuestra historia, y la hermosa lengua en que ahora escribo, derivada principalmente del latín que nos trajeron los romanos, es la mayor riqueza que nos llegó de Italia. Por todo ello, la tragedia de los Abruzzos me ha dolido especialmente, quiero enviar desde aquí mis sinceras condolencias a todos los italianos y espero y deseo que nunca más tengan que pasar por un trance tan doloroso y terrible.

Luis de Torres

10 de abril de 2009


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