sábado, 13 de septiembre de 2008

LAS GOLONDRINAS DE LA ALCAYNA

Durante muchos años mi casa de La Alcayna se adornaba con la presencia de mis hijos, y algún tiempo después, para aumentar la belleza y la gloria de aquel rincón, llegaron mis nietos, que trajeron felicidad y alegría tanto a padres como a abuelos.
Mis nietos crecieron y se acostumbraron a vivir y a corretear a la sombra de los árboles, cerca de los arbustos, de las plantas trepadoras y de las flores, y a jugar con un perro y con un gato, o a escuchar el croar de alguna rana en el pequeño estanque. También disfrutaban de la sombra del porche donde descansaban o leían, hacían sus deberes escolares, o se entretenían con esas infernales máquinas de jugar que creo que llaman consolas, que es una palabra que a mí me recuerda una mesa con cajones adosada a una pared y no un artilugio electrónico.

Pero un buen día de primavera, y quiero recalcar que ese día fue bueno y venturoso, aparecieron en el porche de mi casa unos pajarillos, que pronto identificamos como golondrinas, que se pusieron a trabajar con tesón y destreza en la construcción de un nido de barro junto a un ángulo recto del porche y muy cerca del techo. Me quedé asombrado de lo pronto que escogieron el sitio, o cómo habían detectado aquel lugar que quizá tenía todas las características que aquellos pájaros necesitaban, pues, además de que aquella esquina les daba un cobijo perfecto, el material para la construcción lo tenían a unos pocos metros, en los bordes del pequeño estanque de mi jardín donde la arcilla estaba húmeda y podían recoger, una tras otra y sin descanso, pequeñas bolitas de barro, que eran los ladrillos con los que construían el cuenco del nido.

Pronto, aquellas golondrinas laboriosas, sin planos ni compases, sin reglas y sin cálculos aritméticos, terminaron su obra arquitectónica, cuya construcción debían tener grabada genéticamente en su diminuto cerebro, o en su ADN, sin tener que pasar por ninguna universidad ornitológica, y después de comprobar con sus pequeños cuerpos que aquel cuévano de barro podía contener holgadamente a sus crías, iniciaron el proceso de reproducción de la especie y la hembra depositó sus huevos en el fondo de su rústica casa y seguidamente comenzó a incubarlos. No sé si el macho también colaboraba en la tarea de dar calor a los huevos, o solamente se afanaba por traer comida a la madre, pero, en cualquier caso, llegó otro día maravilloso en que empezamos a ver cinco bolitas de peluche, cada una con un gran pico que, al abrirse, mostraba una gran caverna roja que era la señal de que allí, y no en otro sitio, los padres tenían que depositar las proteínas que habían obtenido durante sus vuelos.

Los progenitores continuaron incansablemente con su tarea de cazar todos los insectos que volaban en su zona y diligentemente llevarlos a sus crías que, al verlos llegar, se alborotaban, abrían sus bocas al máximo, y con sus gritos pedían la comida que les haría crecer y convertirse en un futuro cercano en aves capaces de volar y también de procurarse su sustento. Este ir y venir, este trabajo de cazar y alimentar a sus pequeños, se hacía durante el día, pues al llegar la noche los padres, quizá extenuados, aunque posiblemente contentos de ver su nido rebosante de vida, se quedaban a descansar sobre unos farolillos que hay en el porche o sobre los barrotes superiores de la reja de una ventana, pero siempre vigilantes de su emergente familia.
Este período de alimentación continuada y diurna quizá duró 2 ó 3 semanas y llegó el día en que los polluelos se llenaron de plumas y asomaban con descaro y valentía sus cuerpecillos sobre el borde del nido, sabedores, tal vez, de que pronto podrían emprender el vuelo y acometer la gran empresa de emigrar hacia el sur y recorrer cientos o miles de kilómetros, en varias etapas, de duración irregular, para llegar al final de su viaje a algún paraíso africano y gozar durante meses del gran festín insectívoro que encontrarían en la sabana, en la selva, en las inmediaciones de ríos o lagos, o en los extensos territorios semidesérticos al sur del Sahara, y volarían ahítos de libertad, de fuerza, de calor y de alegría, aunque también expuestos a los peligros que esconde la naturaleza salvaje, llena de belleza y de vida, pero también de terror y de muerte, donde los seres se catalogan entre predadores y presas, y la supervivencia depende de las habilidades físicas o del mayor o menor desarrollo de los sentidos y del instinto de cada especie.

Aunque era previsible, al final de la primavera o quizá al comienzo del verano, me di cuenta de que el nido estaba vacío y pensé que mis amigas las golondrinas habían emprendido la migración al amanecer, sin ningún adiós, dejando solamente la soledad del nido y las manchas de sus excrementos sobre el terrazo rústico del porche.
Pero me equivoqué, porque al día siguiente volvieron y los jóvenes ocuparon su nido y los padres su atalaya en el farolillo. Y así ocurrió durante tres o cuatro días más, hasta que su ausencia se hizo patente, su vuelo raudo desapareció y su canto dejó paso al silencio. Me pareció que aquellos últimos días habían sido de entrenamiento de los pájaros jóvenes, hasta que los padres decidieron que había llegado la hora de la gran aventura.

Me los imaginé volando hacia el sur, cruzando el mar, y posándose en tierra africana para descansar y alimentarse, para después seguir adelante, guiados por el sol o Dios sabe por qué fuerza, hasta llegar a su destino, que sin duda ya era conocido por los padres, y que las crías que hacían el viaje por primera vez grabarían en sus pequeñas mentes. Busqué un mapa de África y me imaginé una ruta sobre Marruecos, Argelia, Mauritania, Malí, Burkina Faso (antes Alto Volta), Togo, Benin (antes Dahomey), Nigeria, Camerún, Gabón, etc., hasta llegar al corazón de África, y envidié la capacidad de las golondrinas para hacer tan largos recorridos sin más ayuda que su propia vitalidad. Lo más probable es que mi ruta estuviera equivocada, pues las golondrinas nada saben de las fronteras marcadas por los hombres, ni de los nombres que damos a los territorios, pero cualesquiera que fueran los caminos, deseé a las golondrinas murcianas y a sus padres una feliz travesía, una estancia agradable en tierras africanas y mucha suerte para eludir los peligros, y me quedé con la oculta esperanza de que el próximo año volvieran a su nido, que les estaría esperando bajo el porche de mi casa.

Pasaron los meses. Vino un nuevo año y con él otra primavera. Comencé a ver los brotes tiernos de un verde claro de las primeras hojas. En el pequeño estanque, los adormecidos restos de las plantas acuáticas parecieron despertar y moverse, se empezaron a formar las grandes hojas flotantes de los nenúfares y entre las mismas asomaron tímidamente los primeros capullos de las hermosas flores blancas teñidas de rosa, y otro día feliz y venturoso contemplé el regreso de las golondrinas. ¡Habían vuelto todos, padres e hijos!, o así me lo imaginé, pero lo más sorprendente es que algunos de aquellos pajarillos comenzaron a construir otro nido en el ángulo opuesto al primer nido, mientras que otras golondrinas aumentaban el tamaño del nido del año anterior.

Y volvió a producirse el mismo milagro de la reproducción. Dos parejas de golondrinas incubaron cinco huevos en cada nido, y pasado un corto período de tiempo, vi cinco cabecitas con cinco grandes gargantas rojas en cada nido pidiendo alimento a sus progenitores.
Crecieron todos, mancharon aún más el terrazo del porche, y estuve pendiente de su marcha pues quería verlos partir y desearles buen viaje. Un día, casi al amanecer, me levanté para comprobar si aún estaban en los nidos, en la reja o en el farolillo, pero ya habían desaparecido. Salí fuera del porche, me di cuenta de que los primeros rayos de sol estaban acariciando las copas de los árboles y me quedé maravillado. En las ramas altas de un chopo caduco y sin hojas estaba un grupo de golondrinas, todas calladas y quietas, con sus cabecitas dirigidas al sur, quizá calentándose para emprender el largo viaje, la gran y misteriosa epopeya de sus vidas. Las conté y eran dieciocho. No me cuadraban las cuentas. Había más de las que yo esperaba. Pensé que iba aumentando el censo de las golondrinas murcianas y me alegré. Esperé algún tiempo, y después, obedeciendo a alguna señal que yo desconocía, todas levantaron el vuelo, les deseé todo lo mejor, y se perdieron en el cielo. Me quedé, como un año antes, con la esperanza de volverlas a ver cuando de nuevo la primavera estallara de vida, si es que mis menguadas fuerzas me regalaban unos meses más de existencia bajo el sol.


Murcia, 25 de agosto de 2008

Luis de Torres

1 comentario:

José Sáez dijo...

¡Habían vuelto todos, padres e hijos!

Hasta llegar a esta frase, confieso que había generado en mí una expectación y una tensión que casi me hacen aplaudir cuando descubro el feliz desenlace de la historia.

Historia que, aunque harto conocida, sobre todo a través de los documentales audiovisuales, no ha dejado de gratificarme con su lectura. Y es que ha contado muy bien y con un lenguaje muy poético un fenómeno cotidiano milagroso.

Gracias por el relato. Espero la continuación de la historia, aunque habrá que ir pensando en ampliar la vivienda si se deciden a venir los 18 pajarillos a criar a ese bello rincón murciano.