domingo, 11 de marzo de 2007

LA TRAGEDIA DE LA TIERRA

Hace unos días viajé por la llamada Costa del Sol, desde Málaga hasta Gibraltar, y aunque la mayoría de la gente piensa que todas las construcciones que se han levantado a lo largo de esta ruta añaden una singular belleza a la zona que se extiende desde el Mediterráneo hasta las sierras que se alzan al norte de la costa, yo pensé que aquello era una terrible tragedia, un abuso, una desgracia y una ofensa que los hombres habíamos hecho a la naturaleza.

Me acordé de los indios sudamericanos, especialmente de los quechuas, que llamaban a la tierra la Pacha Mama, que era la madre de todos y de todo, pues todo lo engendraba y lo poseía, incluso los hombres y mujeres, mientras que éstos nada tenían, ya que todo pertenecía a la citada deidad femenina. En aquella civilización nadie era dueño de la tierra y todos cumplían con la obligación de protegerla y mantenerla, pues ella les daba sus frutos y los alimentaba, y nadie osaba ni destruirla ni humillarla, ni mucho menos querer convertirse en un dios y pretender ser dueño de la tierra o de las montañas. La sabiduría de aquellos indios nunca la tuvimos los hombres blancos, y si alguna vez gozamos de ese privilegio mental, tuvo que ser hace miles de años, cuando todavía no se había despertado en nosotros la ambición, la codicia y el ansia por la propiedad, y éramos solamente cazadores y recolectores, con el único propósito de sobrevivir, y nunca de abusar o destruir, y nuestros dioses eran el sol, el cielo, los ríos, los bosques o la tierra, a los que rendíamos pleitesía, veneración y respeto.

Cuando contemplaba el paisaje abarrotado de casas, de edificios de todo tipo y tamaño, llenando los espacios de forma anárquica, borrando el verde de la vegetación, o el ocre y gris de la tierra y de las rocas, y cubriendo de formas geométricas rectangulares, cuadradas, cilíndricas u onduladas de color blanco, salmón o rojo, las llanuras, las laderas, los riscos, las quebradas y hasta la arena de las playas, no me sentí deslumbrado por la ingente obra del hombre sino apenado por los miles de abusos que se habían cometido contra la naturaleza.

Me imaginé que aquellos prados, laderas, valles, bosques, sotos, colinas y hasta cumbres, que se formaron a lo largo de millones de años, que gozaron siempre del calor del sol, del frío de la nieve, de la lluvia y del viento, donde crecían los árboles y los arbustos, las plantas aromáticas y las hierbas, y donde tenían su particular paraíso aves, mamíferos, reptiles e insectos, habían sido ultrajados, esclavizados, pisoteados, heridos y hasta asesinados. Aquella naturaleza, que había sido agredida sin piedad ni consideración, ya no respiraría profundamente, ni recibiría el calor vivificante del sol, ni podría contemplar el azul del cielo, ni bebería el agua de las nubes, ni entregaría al viento el polen o las esporas para que la nueva vida se desparramara por doquier, ni pariría en primavera millones de flores o mariposas, u otros seres, o llenaría el paisaje de colores y aromas. El cemento, el ladrillo, el acero, el cristal, el asfalto y otras maldiciones para la Pacha Mama lo aplastarían todo bajo su peso y su locura, y la naturaleza, herida y rota, desangrada de su savia y sus esencias, entraría en una fase agónica, sabedora quizá de que aquel daño que estaba sufriendo sería irreversible, a menos que llegara en el futuro otra era cósmica, que renovara el mundo, que hiciera que éste resucitara, como el ave fénix, a una nueva vida natural. Pero hasta que llegue la renovación, si es que alguna vez se produce el milagro, la naturaleza, la Pacha Mama y todos los dioses llorarán y gemirán sin consuelo por la tragedia que el gran depredador, el hombre codicioso, les ha traído, mientras éste, sordo y ciego, ni escucha los gritos de dolor ni ve la hecatombe que ha traído a la vida.

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