jueves, 17 de octubre de 2013

LA PAZ Y EL REDOBLE DEL TAMBOR

Paz. Palabra bendita y sublime que nos trae la tranquilidad y el sosiego, que nos hace olvidar la guerra, y que después de las contiendas y las disensiones nos ofrece la reconciliación y la concordia.

Esto es lo que queremos la mayor parte de los seres humanos: Paz y más paz, aunque para la desgracia de muchos, a veces aparecen algunos de nuestros semejantes que se inclinan más por las manifestaciones contra normas y leyes, por los tumultos populistas, por la intransigencia y el egoísmo, y también por las ideas surgidas del desvarío mental, y todo este conjunto de pensamientos y acciones pueden llevar a la ruptura de las relaciones humanas nobles, igualitarias y estables, donde se asienta la paz, y dar paso a la exaltación del enfrentamiento estúpido y a la guerra maldita y cruel.

Durante el pasado siglo XX tuvimos tantas guerras que los que las sufrimos en nuestras carnes o en la lejanía quedamos ahítos de horror, calamidades, hambre, muerte y desesperación. Queremos la paz y no podemos admitir que el siglo XXI siga el mismo camino que la anterior centuria, pues si nosotros vivimos entre penas, angustias y lágrimas, ahora deseamos que nuestros sucesores encuentren un mundo mejor donde reine la paz, donde no se oiga el fragor de la batalla y donde todo el esfuerzo se dedique a mejorar la vida y el entendimiento entre los pueblos.

Ahora, desgraciadamente, tenemos en nuestra patria unos españoles que tienen la pretensión de acabar con la paz, con la convivencia entre todos nosotros, y con la estructura política y social que nos dimos al llegar la democracia. Unos españoles que se olvidan del Artículo 2º, del Título Preliminar de la Constitución, donde se habla de “la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”, unos compatriotas que dicen no ser españoles, y que se convierten así en traidores a su patria, pues por mucho que nieguen la evidencia, y se aferren a su supuesto derecho a no querer ser españoles, seguirán siendo ciudadanos de una nación que se llama España.

Este problema, que tanta irritabilidad y rabia está produciendo entre la mayoría de los españoles, lo han originado algunos de los que se llaman catalanes, que se arrogan unas virtudes superiores a las que tenemos los demás y unos derechos que ellos mismos se han creado más allá de los que tenemos el resto de los españoles, para lo cual han distorsionado la historia y se han apartado de la solidaridad e igualdad que propugna la Constitución española.

Esos españoles que hablan de España y de Cataluña como si fueran entes distintos han tomado un derrotero que sólo puede llevar al precipicio del enfrentamiento fraternal, a la fractura de la paz, y al retroceso a tiempos pretéritos que regaron nuestra patria de lágrimas y sangre. Esos españoles que reniegan de su madre España han olvidado que griegos, cartagineses y romanos vinieron al territorio donde acababa el mundo conocido en la antigüedad, se asentaron en la parte oriental de la península ibérica, a lo largo del mar Mediterráneo, y comerciaron, y quizá se mezclaron, con las tribus ibéricas que poblaban entonces ese territorio español, y los romanos, que llegaron a dominar toda la península hasta el océano Atlántico, ya le dieron a la tierra conquistada el bello nombre de Hispania, además de dejarnos como regalo supremo el latín, del que luego surgieron las lenguas romances, como es el español.

Con la caída del Imperio Romano arribaron a Hispania los visigodos, después de haberse instalado durante algún tiempo en tierras actualmente francesas, y concedieron a Toledo la capitalidad del reino de la Hispania visigoda, que se mantuvo hasta la llegada de la invasión árabe en el año 711. Posteriormente, como los árabes no habían podido ampliar su conquista más allá de los Pirineos, los francos o carolingios se extendieron por tierras situadas al sur de la citada cordillera y al suelo conquistado le dieron el título de Marca Hispánica, que englobaba buena parte de la actual España catalana. Con estos antecedentes, y teniendo en cuenta que el término Cataluña surgió en la Edad Media, probablemente después de la famosa batalla de las Navas de Tolosa, llegamos a la conclusión de que el topónimo Hispania, en las épocas romana, visigoda o medieval, se aplicaba en el territorio ocupado actualmente por Cataluña unos 1.300 años antes de que apareciera un movimiento que adoptara un nuevo nombre, de carácter regional, para la zona donde se asentaban los condados que emergieron a raíz de la Marca Hispánica.

Es obvio, por tanto, que la españolidad del territorio donde ahora se sitúa Cataluña no se puede discutir, y todas las personas que vivieron en el pasado, viven en el presente, y vivirán en el futuro en esa parte nororiental de España eran, son y serán portadoras del gentilicio español, lo mismo que los que habiten en el resto de España, sin distinción de comarcas, zonas o regiones, o si están a la vera del mar, a la sombra de las montañas, o en las llanuras mesetarias. Y cuando alguien dice que no quiere ser español, o no se siente español, habiendo nacido en España, y probablemente teniendo una ascendencia española de varias generaciones, suena más a majadería que a sensatez, pues es tanto como decir que no quiere ser europeo, pues España, continental e insular, forma parte de ese continente que llamamos Europa. Por tanto, nacer en España significa, en principio, ser europeo y español, y después catalán, castellano, murciano, etc. etc.

Todo lo anterior nos lleva a considerar el actual revuelo independentista y secesionista de Cataluña como un ataque frontal a la unidad de España, como un rechazo a la vigente Constitución Española, y como un peligro serio que nos lleve a perder la paz que estamos disfrutando desde la terminación de la guerra civil española. Esta locura lacrimosa y quejumbrosa de una parte de los políticos catalanes, que engañan a sus conciudadanos y ofenden al resto de los españoles, está llegando a unos límites insoportables a los que hay que poner coto de forma inmediata. Ya no se puede seguir con el diálogo, la tolerancia, la concesión, la permisividad, o el cambalache político, pues ya tenemos sobrada experiencia de que por estos caminos no preservamos la integridad de España. La Constitución Española incluye las medidas que se deben tomar para corregir las alteraciones o los desvíos que se produzcan en las comunidades autónomas, pero los actuales gobernantes estatales parecen estar ajenos a algunas normas constitucionales, o temerosos de hacer la justicia que está demandando el pueblo español no independentista. Cuando se presenta la enfermedad hay que atajarla y vencerla con los fármacos que sabemos que son los adecuados para combatir la misma, y dejar a un lado las cataplasmas, el láudano, o el agua de rosas. Si el gobierno español no termina pronto con el desvarío catalán podría oírse en el cielo el redoble del tambor del ángel enfurecido, del que ya nos habló el escritor húngaro Lajos Zilahy.

17 de octubre de 2013

Luis de Torres