viernes, 26 de julio de 2013

PISANDO LOS CAMINOS DE LA HISTORIA

Se suele decir que la primavera la sangre altera y cuando llegó el mes de mayo me asaltó el deseo de ver otros horizontes y dejar en algún sitio de nuestro mundo un trocito de mi vida, que es lo que me ocurre cuando voy de viaje, porque los nuevos paisajes se quedan en mi mente y yo dejo mis recuerdos, o un poquito de mi alma, en las tierras, pueblos, caminos o mares que me ofrecen su belleza, su encanto, su sorpresa, o su historia.

Y esto, en grado superlativo, es lo que me pasó en el mes de mayo, cuando tomé la decisión de hacer un crucero con mi esposa por Grecia, las islas del mar Egeo y las tierras del Asia Menor, pues, aparte del placer que se experimenta navegando sin problemas ni dificultades en un barco que contaba con todas las comodidades posibles, las excursiones o salidas que hicimos en islas y tierra continental superaron con mucho mis mejores expectativas, y mi aventura, sin esperarlo, dejó de ser un viaje de placer para convertirse en un encuentro feliz con la cultura, la historia, las leyendas y los mitos de la antigüedad, así como con la difícil, complicada y perseguida labor que llevaron a cabo los apóstoles de Cristo, aunque también, afortunadamente, este trabajo llegó a ser hermoso y fructífero, como los tiempos posteriores nos han demostrado.

En un viaje anterior, hace ya varios años, me dediqué a visitar sitios históricos de especial relevancia, todos ellos situados en tierras griegas, en la Hélade, cuando en esta parte oriental del mar Mediterráneo se desarrollaba una gran civilización de la que se aprovecharon aquellos pueblos que conocimos como romanos, galos o celtíberos, pues los hombres que habían logrado los avances culturales, fueran atenienses, dorios, aqueos o griegos, se dedicaron a ensanchar su mundo  haciendo viajes en sus frágiles embarcaciones, siguiendo probablemente la línea de la costa europea, hasta arribar al estrecho de Gibraltar, que quizá para ellos fue llegar a las Columnas de Hércules o al Jardín de las Hespérides. De cualquier forma, aquellos viajes que, sin duda, tenían principalmente un carácter comercial, aportaron importantes beneficios culturales a los pueblos que iban visitando.

En aquel primer viaje descubrí la Acrópolis, el Partenón, las Cariátides, Delfos, Micenas, la tumba de Agamenón, la Argólida, Corinto, el cabo Sunión y muchos otros lugares, y, además, y para mi sorpresa en aquellos tiempos, supe que el Apóstol San Pablo estuvo predicando el cristianismo entre las gentes que habitaban Corinto y que parte de aquellos corintios dejaron de ser gentiles para convertirse en cristianos nuevos, por obra y gracia de aquel apóstol andariego que llevaba en su zurrón de peregrino la luz del Espíritu Santo.

Ahora, en mi segundo viaje, he tenido muchas satisfacciones de diverso tipo, como después explicaré, pero, en principio, quiero decir que, de nuevo, pisé los caminos que, en su tiempo, recorrió San Pablo predicando la doctrina cristiana, y este nuevo encuentro con el apóstol se produjo en la legendaria ciudad de Éfeso, donde el templo de Artemisa se convirtió en una de las siete maravillas del mundo antiguo, y los servidores y cuidadores de aquella extraordinaria construcción de mármol, y del culto a la diosa, los llamados Curetes, dieron nombre a la larga y grandiosa vía que forma la columna vertebral de Éfeso, y donde, según mi imaginación, San Pablo convenció a los efesios que dejaran el culto a Artemisa, o a otros dioses greco-romanos, y abrazaran la doctrina cristiana.

Y no solamente fue San Pablo el apóstol que dejó una profunda huella en Éfeso, pues también otro apóstol, en este caso San Juan Evangelista, tuvo su morada en la gran ciudad greco-romana del Asia Menor, y, según la historia, acompañado de la Virgen María, para cumplir el deseo, la recomendación, o la súplica que Cristo hizo a San Juan desde la cruz, cuando, en su agonía, dijo a su discípulo: “Ahí tienes a tu madre” Y para evitar las persecuciones que los cristianos sufrían en Jerusalén, San Juan llevó a la Virgen a vivir en una casa en las cercanías de Éfeso, donde María llevó una vida humilde y tranquila hasta su muerte, o hasta su elevación a los cielos.

Pero Éfeso también guardaba para mí otras agradables sorpresas, pues, por mi condición de español y amante de la historia de España, me maravilló ver dos monumentos que llevaban el nombre de dos famosos emperadores romanos nacidos en la hispánica Itálica (cerca de la actual Sevilla): Una de estas construcciones es la llamada Fuente Trajano (La Ninfeo) y la otra es la que ostenta el nombre de Templo de Adriano, y ambas todavía conservan cierta grandeza marmórea a pesar de haber sufrido a lo largo de muchos siglos el desgaste y la devastación que ocasionan el tiempo, las invasiones y el vandalismo. Aparte de estos monumentos, en Éfeso quedan innumerables restos de otras importantes construcciones, como la Biblioteca de Celso, el Odeón y el Gran Anfiteatro, pero, sobre todo, el visitante que se extasía con la grandeza, la magnificencia, el arte, y el exquisito trabajo que se ve por todas partes, se siente, al mismo tiempo, dolorido, melancólico y envuelto en una abrumadora tristeza, cuando en su lento deambular por lo que queda de aquella excelsa ciudad, se siente acompañado por todas partes por miles de toneladas de piezas de mármol, que, en su día, formaron parte de las columnas, los basamentos, las paredes, los arcos, los suelos, las inscripciones, los peldaños y otros elementos utilizados en las construcciones, que ahora descansan inmóviles en el gran cementerio urbano que ocupa la zona donde antaño existía una ciudad jónica llena de vida y de belleza: Éfeso.

Y si nos vamos en busca de las bellezas naturales, ésas que se formaron como resultado de los movimientos tectónicos, la actividad volcánica, y, en general, la tumultuosa e inestable vida de nuestro planeta y la incansable actuación de la atmósfera y de las aguas, nos encontraremos con el valle fluvial que se inundó, según nos dicen los geólogos, cuando el nivel del Mediterráneo subió y las aguas llegaron a conectar con un gran lago que ahora conocemos como el Mar Negro y que después, con el devenir de los tiempos, el valle inundado, que atrajo a sus riberas a muchos grupos humanos, se le acabó bautizando con el solemne nombre de estrecho del Bósforo, que los hombres venimos utilizando como frontera política, para determinar que en la parte oriental de esta lengua de agua se encuentra Asia y en la parte occidental se halla Europa, aparte de que este canal natural une el mar Negro con el mar de Mármara, y para que nuestro asombro no tenga fin, este pequeño mar interior nos obsequia al sur con otro maravilloso valle inundado, de no menos de 70 kilómetros, que en la Grecia clásica se conocía como el Helesponto y que después, como resultado de que en sus orillas se encontraba la ciudad frigia de Dardania, cambió su nombre y ahora lo conocemos como el estrecho de los Dardanelos, que es la maravilla natural que nos lleva al encantado reino del mar Egeo, donde el mar y la tierra insular forman un hermoso maridaje, y las aguas no dejan de abrazar la tierra y ésta no deja de asomarse al mar.

No sé qué nombre es más sonoro y hermoso, si Helesponto o Dardanelos, pero cualquiera de estas palabras trae a mi mente la belleza de una lengua culta, que dejó atrás los lenguajes guturales y monosílabos que se fueron formando en la prehistoria, y, últimamente, durante mi viaje por Grecia y Asia Menor, he encontrado otra palabra vinculada al grandioso valle inundado que también merece mi admiración. Esta palabra es Çanakkale y es el nombre de la provincia turca y también de la ciudad que se considera la más importante de los Dardanelos.

Navegar por este legendario estrecho con las aguas en calma, el aire luminoso, la brisa suave y cálida y el cielo azul, lleva a la mente y al espíritu a los tiempos mitológicos, de dioses y héroes, y a recordar a Homero, pues el regalo supremo de los Dardanelos es poder contemplar a muy corta distancia, en la parte asiática,  cuando se une el estrecho con el mar Egeo, la costa donde arribaron las naves aqueas para rescatar a la esposa de Menelao. En esa costa estuvo Troya y personajes históricos o legendarios como Aquiles, Agamenón, Helena, Paris, Héctor, y los otros muchos que aparecen en la Ilíada…

Mi viaje no fue un crucero de placer. Fue un grandioso y emocionante encuentro con la historia y la cultura.

25 de julio de 2013 

Luis de Torres