domingo, 11 de octubre de 2009

EL FUTURO PEOR

EL FUTURO PEOR
Posiblemente ya se haya escrito todo sobre la crisis que tenemos en España, sobre la recesión y sobre la dificultad de remontar a corto plazo la situación de desmoronamiento y penuria de la actividad económica y la posibilidad de dejar atrás el resto de males que nos aquejan, pero como sigo sin entender algunas de las circunstancias que se han dado en todo este enredo, he decidido plasmar en el papel las opiniones, dudas, angustias y quejas que, día tras día, asedian mi mente.

Los políticos siempre nos han dicho que con su gestión en el gobierno pretendían dar a todos los ciudadanos un futuro mejor, lo cual parecía loable y digno de todo encomio, pero después, a la vista de los acontecimientos que iban acaeciendo, los ciudadanos empezamos a tener la sensación de que ese futuro mejor no aparecía, estaba escondido, era imposible de lograr, o, simplemente, no existía, a pesar de que los gobernantes seguían proclamando a los cuatro vientos que todo lo hacían bien, que se preocupaban mucho de todos nosotros y que ellos eran los dirigentes idóneos para llevar a buen puerto la nave en la que todos estábamos navegando, añadiendo, además, que otros políticos no servirían para lograr los éxitos que ellos prometían.

Pero, curiosamente, nunca se nos decían las equivocaciones de su gestión, que sabían que se habían producido, pero que ocultaban, ni las graves omisiones que cometieron, pues no detectaron, o no supieron qué hacer, o no quisieron modificar el “statu quo” imperante, que a algunos les parecía bueno, pero que era nefasto y malo, para poner orden en aquel desbarajuste de injusticia y ambición. Los años precedentes a la crisis fueron tiempos de especulación desenfrenada, de confundir lo finito con lo infinito, de creación de una economía desbocada y de dirigir todos los esfuerzos y recursos en una misma dirección: el “boom” inmobiliario, porque prometía pingües beneficios, aunque para ello hubiera que asaltar y desvalijar a los ciudadanos comunes, a esos que estaban fuera de la especulación y de la corrupción, imponiéndoles unos precios disparatados, ilógicos e injustos.

Y, poco a poco, aquella carrera de la codicia, en vez de alcanzar El Dorado, tuvo un abrupto fin, cuando aquella locura se topó con el abismo que cortaba el paso a tanto despropósito y ceguera. Y es que lo que se hace mal, y no se remedia a tiempo, trae funestas consecuencias. Los nuevos edificios crecían por doquier, el valor del suelo era una espiral infinita, el precio de los materiales de construcción siguió el camino de las subidas descontroladas y, naturalmente, el beneficio de los constructores y promotores alcanzó cotas de escándalo. Se construyeron viviendas en cantidades mucho mayores de las que la sociedad demandaba, la banca concedió préstamos hipotecarios de elevada cuantía y alto riesgo sin ejercer la mínima cautela y prudencia; solamente por el afán de subir las inversiones, y toda esta alegría insensata y desmelenada, supuestamente dorada, terminó, con horror para muchos, en un fiasco, donde el color predominante tenía tintes plomizos.

Cuando llegaron la desilusión y el desaliento todos los actores de la catástrofe, gobernantes, especuladores, promotores, constructores, banqueros, etc., además de mostrar su sorpresa por la situación que ellos mismos habían creado, invocaban su inocencia y su buen comportamiento y echaban las culpas a factores exógenos, esos que nos habían llegado con los escándalos financieros del otro lado del Atlántico y que, en cierta medida, también habían afectado al sistema financiero español, aunque éste se contaminó porque los banqueros no tuvieron la suficiente astucia o prudencia para determinar qué productos eran sanos y aceptables y cuáles podrían causar graves enfermedades. Sin embargo, no debemos olvidar que la raíz de nuestro problema estuvo en el avariento comportamiento que se gestó en España.

Después, las culpas de unos y de otros se fueron ocultando, diluyendo en el tiempo, quitándoles la piel de lobo y poniéndoles la piel de un cordero, pero nada se aclaraba y nadie asumía sus responsabilidades. Al mismo tiempo, la epidemia del paro avanzaba sin cesar y sus estragos destrozaron a miles de trabajadores, y aún sigue en su imparable cataclismo y nadie, de momento, ha encontrado el medicamento que la cure. Solamente se están poniendo algunos parches o se están recetando placebos, que sólo engañan pero que no curan.

Y ahora, cuando los gastos son muy superiores a los ingresos porque los bancos se han llevado un dinero muy importante para sanear su situación, a los parados hay que darles algo para poder subsistir y el gobierno condona deudas, regala subvenciones y tiene que soportar una guerra bajo el eufemismo de ayuda humanitaria, nos encontramos con el anuncio de una próxima subida de impuestos, que, en su mayor parte, serán impuestos indirectos; es decir, esa clase de injusta imposición que grava el consumo, especialmente el IVA, con el que convivimos diariamente, pero que afecta en igual medida al pobre que al rico, pues no se tiene en cuenta el principio según el cual se paga en función de los ingresos. Después se nos quiere justificar la subida de los impuestos diciéndonos que es una medida solidaria o que, como aseguró un alto dirigente socialista, subir los impuestos es propio de los gobiernos progresistas. Pues, sinceramente, prefiero que el gobierno sea inmovilista y deje mis escasos ingresos en mi bolsillo y no se dedique a trasvasarlos al suyo.

Sin embargo, si las cosas se vieran en su justa medida, se juzgaran con ecuanimidad, se sancionaran según fuera la falta o el delito, o, incluso, se premiaran, si así correspondiere, la subida de impuestos no se habría pensado ni presentado tan a la ligera. Lo natural habría sido conocer, sin lugar a dudas, quién o quiénes fueron los causantes reales de la catástrofe, hacerles responsables de la misma, e imponerles la sanción o la pena que la ley pudiera determinar. Pero, al parecer, resultaba más fácil hacernos culpables a todos los ciudadanos e imponernos a todos el mismo castigo, y ahora nos encontramos con que nadie ha ido a prisión, aunque muchos la merecían, ni se han impuesto sanciones dinerarias importantes, ni se han incautado patrimonios obtenidos fraudulentamente, ni se ha investigado dónde están los enormes beneficios obtenidos con tanta especulación, ni se han elevado los tipos impositivos del impuesto sobre la renta para aquellos contribuyentes con ingresos por encima de 100.000 euros anuales, por poner un ejemplo, como tampoco se han establecido tipos más altos de cotización fiscal para las Sociedades de Inversión de Capital Variable (SICAV). ¿Tan difícil resulta gobernar con equidad y justicia?

Ese sueño que todos hemos tenido de perseguir y lograr un futuro mejor, que para nosotros tuvieron nuestros padres, y que nosotros tenemos para nuestros hijos y éstos lo tendrán para sus hijos, y así sucesivamente, se ha truncado y se ha convertido en una falacia y en un fiasco. Desgraciadamente, la codicia, la ambición, el abuso, la permisividad, el engaño y la ineptitud nos han traído un futuro peor, sin que se vislumbre la mejoría.

10 de octubre de 2009
Luis de Torres