sábado, 21 de febrero de 2009

CADENA PERPETUA




Democracia, constitución, libertad, partidos políticos, elecciones, desarrollo, progreso, riqueza…Hermosas palabras que, hace más de treinta años, envolvieron la mente y el corazón de los españoles, llenaron de luz su futuro y les trajeron sueños de miel y de rosas, de vino dulce y de paisajes dorados.

Después de asimilar las primeras emociones de aquel nuevo período de nuestras vidas, todos nos dedicamos con el mayor afán a conducir nuestro destino hacia esa meta feliz que, sin duda, estaba a nuestro alcance, a la vuelta de la esquina, o en la ascensión del próximo peldaño de nuestra existencia.

Fue pasando el tiempo y las alegrías y expectativas que adornaban nuestras vidas se fueron difuminando, comenzaron a perder brillo, y un viento desabrido se llevó el verde de la gran esperanza y nos dejó el gris de la monotonía y de la duda. Quizá, en algún momento, un rayo de felicidad nos sacó de la rutina y nos insufló nuevos bríos. Pero, desgraciadamente, algo no iba bien en el transcurso de la vida española. Las hermosas palabras que revolotearon como blancas palomas a nuestro alrededor cuando nos llegó la democracia las empezábamos a echar de menos. ¿Qué estaba pasando? Y poco a poco comenzamos a ser conscientes, y a contemplar con preocupación, que algunos pilares de nuestros sueños se estaban resquebrajando. Hicimos un examen más detallado y vimos que la viga maestra, la jácena más fuerte e importante de nuestro edificio democrático, mostraba signos de ruina. Vimos, estupefactos, que la Justicia estaba enfermando, que la sangre que debía alimentar el orden, la rectitud, el buen hacer, la ecuanimidad y la imparcialidad ya no fluía con fuerza por las arterias jurídicas, porque algunas leyes, que son la fuente donde bebe la justicia, tenían lagunas, o eran ineficaces, o escasamente cumplían con el propósito para el que fueron promulgadas, o no tenían la debida proporción que debe existir entre delito y castigo.

Y ahora, durante estos últimos días los españoles estamos angustiados, preocupados, tensos y hartos de barbarie con la muerte violenta de la joven Marta del Castillo, como antes lo estuvimos con el asesinato de Mari Luz Cortés o de Sandra Palo, y también con tantas otras atrocidades mortales cometidas con alevosía y ensañamiento contra mujeres y hombres, que fueron tiñendo de sangre la tierra española y de dolor, de mucho dolor y muchas lágrimas, el corazón y el alma de innumerables personas de bien, que, afortunadamente, todavía pueblan nuestro país.

¿Puede alguien llegar a entender el sufrimiento de los padres, abuelos y demás familiares de Marta del Castillo, cuando, además de saber que fue asesinada, todavía no se ha encontrado su cadáver? Esa familia está soportando una situación terrorífica que les destroza la mente, que les oprime el alma y que lleva a su pecho un ahoguío insoportable. Todo el apoyo que les demos será poco, pues mucha es su pena y enorme su dolor.

Por eso, los españoles que tenemos los sueños rotos, que vemos que la democracia ya no tiene el resplandor que nosotros esperábamos, que contemplamos con desaliento la pérdida de muchos valores morales y que observamos con preocupación el declive que sufre la educación de los jóvenes, queremos despertar del letargo y con nuestras últimas fuerzas gritar a los cuatro vientos: ¡Queremos justicia, justicia total, desnuda, sin adornos ni componendas, con los ojos vendados, con la balanza bien equilibrada, recta y punitiva! Ya es hora de que nuestros políticos se decidan a enmendar los errores que se han estado cometiendo durante la democracia, y que estudien y promulguen leyes que defiendan y amparen mejor a los ciudadanos honrados y que, por otro lado, castiguen con mayor rigor, y siempre dentro de esa equidad de que el castigo ha de ser proporcional al delito, a los que se alejen de la ley y del orden y prefieran seguir el camino de la maldad y de la violencia.

Las leyes penales actuales no son suficientes para castigar en su justa medida a los que cometen el terrible delito de quitar la vida a sus semejantes, y muy especialmente cuando lo hacen con premeditación, alevosía, ensañamiento, engaño, traición, violencia u otras circunstancias igualmente reprobables.
La vida es lo más sagrado que tenemos las personas. Matar, por tanto, es el mayor delito que se puede cometer, y el castigo mínimo que se debe aplicar es la cadena perpetua.

Pedimos, por ello, que la cadena perpetua se vuelva a incluir en el Código Penal español, del que nunca se debió suprimir, y no pedimos nada extraordinario ni descabellado porque otros países, incluso dentro de la Unión Europea, la tienen establecida dentro de sus leyes penales como un castigo justo y proporcionado cuando se juzgan graves delitos contra la vida de las personas.

Luis de Torres

21 de febrero de 2009

domingo, 15 de febrero de 2009

BUY AMERICAN

BUY AMERICAN


Desde la llegada de Obama al poder he leído en algunas revistas la frase “Buy American” y, en algún caso, con la bandera estadounidense ondeando sobre las citadas palabras. Esto, naturalmente, es una recomendación, que no una imposición, del gobierno de los Estados Unidos para que sus ciudadanos compren productos elaborados o manufacturados en su país, con preferencia a los artículos procedentes de otras naciones. Buy American forma parte de las medidas puestas en marcha para atajar y desterrar la crisis, la depresión, el desempleo y otras calamidades con que nos está obsequiando la primera década del siglo XXI, y aunque estas dos palabras parecen tener lógica cuando hablamos de economía, puesto que pretenden defender y favorecer a la nación que las está utilizando, al verlas aparecer en el país más liberal del mundo, algo nos dice que se está quedando atrás la política tradicional de los EE.UU. y que está comenzando una nueva era, que puede significar un retroceso de las ideas hacia épocas de proteccionismo económico, o hacia un mayor intervencionismo del gobierno.

Aparte de estas disquisiciones, tanto si se usan las palabras “Buy American” como si se utiliza la frase “Compre productos españoles”, que ya fue sugerida por algún ministro del gobierno español, los ciudadanos de todos los países a los que se les recomienda que compren productos nacionales, podrían decir a sus respectivos gobernantes que pusieran en circulación un “slogan”, dirigido a los empresarios, fabricantes y elaboradores de productos de consumo, que dijera: “Produce better and sell cheaper” o “Produzca mejor y venda más barato”, porque la gente suele comprar artículos de procedencia extranjera porque su precio es inferior a los productos similares que se elaboran o fabrican en su propio país, dejando en un segundo plano la supuesta mejor calidad de lo autóctono. La economía particular es la primera que tenemos en cuenta las personas. La economía de la nación la dejamos en las manos de los gobernantes, aunque la confianza que depositamos en los mismos pueda resultar peligrosa.

Luis de Torres

sábado, 7 de febrero de 2009

INFLACIÓN / DEFLACIÓN

Ominosas palabras las que encabezan este trabajo. En el año 2008 la inflación se dedicó a devorar nuestros recursos y todos empezamos a alarmarnos. Pero en noviembre y diciembre del citado año el insaciable apetito de la inflación pareció moderarse, no sabemos si por causas naturales o porque alguien decidió, convenientemente, que el festín tenía que reducirse. Después, ya entrado el año 2009, comenzó a revolotear por los medios de comunicación otra palabra: Deflación. Y de nuevo nos sumimos en la alarma, porque, al parecer, si inflación nos trae problemas, deflación nos obsequia con problemas aún peores. ¿Por qué, me pregunté? Eché mano del Diccionario de la Lengua Española, para ver si me aclaraba la maldad de ambas palabras, y me encontré las acepciones siguientes referidas a la economía:

- INFLACIÓN: Elevación notable del nivel de precios con efectos desfavorables para la economía de un país.
- DEFLACIÓN: Descenso del nivel de precios debido, generalmente, a una fase de depresión económica o a otra causa.

Me quedé perplejo. La inflación era mala porque tenía “efectos desfavorables para la economía de un país”, y yo quiero añadir, y efectos particularmente desfavorables y adversos para los humildes, para los que sólo tenemos unos ingresos modestos.
Y la deflación también era mala porque se debía “a una fase de depresión económica”, y aquí también quiero añadir que esa depresión, que ya ha llegado a nuestras vidas, está dando terribles zarpazos a muchos trabajadores y a otros los tiene sumidos en la angustia y en el temor.

Entonces, ¿Qué debemos hacer para librarnos de esas dos palabras que nos traen daños, sinsabores y dificultades? Realmente, no lo sé, porque en la intrincada y globalizada economía mundial existen tantos intereses contrapuestos, tantas estrategias, tantas directrices y órdenes, tanta lucha financiera y tantas ambiciones, que resulta difícil, o quizá imposible, encontrar una solución que sea aceptable y buena para todas las partes. No obstante, tendríamos que empezar a considerar una política de equilibrio, desterrando la codicia, creciendo con moderación, poniendo algunas barreras al comercio y a las monedas (sin cercenar la libertad económica) y exigiendo a los políticos que no se vayan a los extremos, que acerquen posiciones, que piensen cuidadosamente lo que quieren hacer, y que no olviden que sus decisiones tienen que ser, fundamentalmente, buenas para todos los ciudadanos, sin distinción alguna, tanto para el presente como para el futuro.

Hubo un tiempo, en el remoto pasado, que los ciudadanos nada sabían de inflación o deflación y, naturalmente, no estaban ni alarmados ni angustiados por estos monstruos de la economía, pero quizá no estaban exentos de temor ni de problemas, porque en aquellas épocas pretéritas debían existir otras dos situaciones de desequilibrio: la extrema riqueza y la pobreza extrema, y mientras la primera situación la disfrutaban unos pocos, la segunda situación la padecían muchos, que es lo que ocurre ahora, que unos pocos crean el problema con su codicia y ambiciones y todos los demás sufrimos las consecuencias.

7 de febrero de 2009

Luis de Torres