sábado, 13 de septiembre de 2008

AUSCHWITZ

Desde hace más de 60 años este nombre ha golpeado mi mente con adjetivos tales como ominoso, abominable, horrendo, terrible u odioso, pues a partir del final de la Segunda Guerra Mundial nos empezaron a llegar noticias sobre las actividades que los nazis estuvieron llevando a cabo en este campo de concentración y exterminio, que fue quizá el mayor en extensión, incluyendo Auschwitz II Birkenau, y también el mayor en horrores, dolor, desesperanza y muerte.

Nunca creí que pudiera llegar a pisar aquel campo de concentración, pues yo sabía que su puerta de entrada estaba coronada con la siguiente frase: ARBEIT MACHT FREI (El trabajo te hace libre), pero también había leído u oído que todo el que traspasaba aquella puerta jamás salía del campo. Sin embargo, en la pasada primavera me ofrecieron unirme a un grupo que iba a hacer un viaje a Polonia, y entre los lugares a visitar se encontraba Auschwitz. Acepté inmediatamente, pues siempre he tenido el deseo de conocer sitios y lugares donde se desarrolló la historia de la humanidad, y más aún si los acontecimientos se produjeron durante mi propia vida.

Y llegó el día de la marcha y de pisar tierra polaca, y tengo que decir que aquel viaje me llenó de satisfacción, pues visitamos varias ciudades y lugares importantes, aprendí algo más de la historia desgraciada del pueblo polaco, viví la veneración que aquellas gentes siguen sintiendo por el Papa Juan Pablo II, y me asomé al río Vístula, ese gran río que es la columna vertebral de Polonia. Hoy, sin embargo, no quiero hablar de mi viaje a Polonia, sino únicamente de mi visita al campo de concentración de Auschwitz.

Cuando llegamos a la entrada del campo, reconocí enseguida la frase que coronaba la puerta de entrada: Arbeit Macht Frei y la última palabra, Frei, que tiene resonancias de libertad, me pareció una sarcástica burla y un engaño para todos aquellos seres desgraciados que tuvieron la mala fortuna de cruzar aquella fatídica puerta, pues en vez de libertad tuvieron un inhumano cautiverio, trabajos forzados hasta la extenuación, hambre, sufrimiento y después, en la mayoría de los casos, la muerte en las cámaras de gas o junto al paredón de fusilamiento.

Comenzamos la visita. No sé si sentíamos temor, reverencia o aprensión, o si éramos conscientes de que en aquel lugar otros seres humanos como nosotros, con posibles ideas religiosas o políticas diferentes de las nuestras, pero capaces de amar, de gozar, de soñar y de luchar por el bien de su familia y de su patria, habían sido humillados, maltratados, despojados de su dignidad de personas, sin más identificación que un número y convertidos en la sombra de una vida rota y sin valor.

Creo que no nos dábamos cuenta de que aquellas calles, barracones, edificios de ladrillos rojos que albergaron diversas actividades, verjas que en su día estuvieron electrificadas, y hasta los árboles que daban sombra en algunas calles, fueron el infierno en la tierra para alrededor de 1.300.000 prisioneros, según las estadísticas a que tuvimos acceso.

Siguiendo las instrucciones de nuestra guía polaca, fuimos entrando en varios edificios y nos dimos de bruces con los recuerdos que dejaron tantas víctimas de aquella época de locura, de ambición de conquista, de imposición de unos grupos humanos sobre otros y de venganza de un pueblo que ya tenía en su historia la pérdida de una guerra mundial. La gran nación alemana quiso ganar con las armas lo que habría podido obtener, sin lucha y sin dolor, sin sufrir ni hacer sufrir a otros, poniendo en movimiento su poderosa industria, su capacidad intelectual, su laboriosidad y tesón y su bien organizado comercio, el liderazgo europeo y la prosperidad para su pueblo, como así ha ocurrido últimamente, cuando las guerras quedaron desterradas de Europa occidental y los odios entre contendientes fueron sepultados, ojalá que para siempre, en el pozo del olvido.

Entramos en los edificios que ahora se han convertido en el Museo Estatal de Auschwitz-Birkenau, y lo que fue un lugar de horror y muerte ahora es un sitio que atrae a miles de turistas, aunque estoy seguro que todos los que hemos traspasado la fatídica puerta lo hemos hecho con respeto, con recogimiento y hasta con devoción, sintiendo en nosotros mismos un poco de aquel sufrimiento que las víctimas dejaron impregnado en aquellas paredes y en aquel ambiente. Nadie, estoy seguro que nadie, hizo la visita con alegría o desinterés.

Pisando escaleras, salas y naves, las mismas que pisaron las víctimas, nos enfrentamos con innumerables recuerdos que dejaron los prisioneros, todos ellos depositados detrás de unas grandes cristaleras para aislarlos de los visitantes. Según pasábamos de una sala a otra, podíamos leer la clase y cantidad aproximada de artículos que se habían recogido de los barracones, celdas u otras dependencias, y el resumen de todo aquello era estremecedor:
Más de 80.000 zapatos, muchos de ellos de niños pequeños, alrededor de 3.800 maletas, de las cuales más de 2.000 llevaban el nombre o la firma de su propietario, alrededor de 12.000 ollas u otros enseres de cocina, alrededor de 40 kilos de gafas, unas 460 prótesis, 570 uniformes de los prisioneros, más de 500 prendas de ropa civil o de uso ceremonial de los judíos y, quizá, una de las cosas más escalofriantes era una montaña de pelo humano, con un peso estimado de más de dos toneladas, que fue cortado a las mujeres que habían ingresado en el campo, con el propósito de que sirviera de materia prima para hacer tejidos con los que confeccionar prendas de vestir, como parece que ya se hizo con otras cinco toneladas que se habían mandado a los telares. También, muestras de los tejidos y de las prendas estaban expuestas en aquella sala.

Ahítos de horror salimos de aquellos edificios para llegar a otros sitios que aún nos iban a causar mayor dolor y tristeza. Bajamos a unos sótanos donde estaban las celdas de castigo, algunas de las cuales eran tan pequeñas que el prisionero sólo podía permanecer de pie, o caído en el fondo de aquel estrecho antro como una marioneta rota y sin vida. Quizá salimos de allí con el corazón oprimido de angustia, para llegar enseguida a otro punto donde sólo se olía a muerte, aunque también a flores. Era una enorme pared de hormigón, junto a una tapia de ladrillo rojo que unía dos grandes edificios que formaban un gran patio interior. Era el patio de las ejecuciones y el muro de hormigón era el paredón de los fusilamientos. Al pie de aquel siniestro muro se encontraban cientos de flores que cada día depositan personas que rinden tributo a todos los que allí dejaron su sangre caliente y su cuerpo estremecido, mientras que sus almas liberadas se elevaban al cielo que habían soñado.

Después nos fuimos cabizbajos y pensativos hacia otro lugar de barbarie. Las cámaras de gas, donde comenzaba a moverse la maquinaria del exterminio en masa. Allí llevaban a todos los prisioneros que no eran aptos para trabajar: personas enfermas, ancianos, mujeres embarazadas y niños, y, al parecer, con el engaño de que tenían que entrar en las duchas, después del viaje que los había llevado al campo de concentración, los hacían desnudarse y entrar en la nave de exterminio. En el techo de aquella sala se podían ver pequeños cuadrados que se conectaban con el suelo del piso superior, y cuando la nave estaba totalmente cerrada, los nazis dejaban caer por aquellos huecos latas repletas de un producto químico llamado Zyklon B que, al contacto con el suelo, emitía el gas letal que llevaba una muerte lenta a todos los que allí estaban. Después, y como colofón de aquella acción criminal, los cadáveres se incineraban en los hornos crematorios.

La historia nos dice que cerca de 1.100.000 personas perdieron la vida en Auschwitz, de las cuales alrededor de 1.000.000 eran de raza judía.

No obstante, en todo este relato de terror también se nos ofreció una muestra de justicia.
En una pequeña explanada rodeada de árboles, apartada de los barracones y naves, donde la Gestapo tenía sus instalaciones, se alza un pequeño cadalso, preparado para un ahorcamiento, y cerca de él existe un tablero con el mismo texto en polaco, inglés y hebreo, cuya traducción es la siguiente:

El primer comandante de Auschwitz, SS-Obersturmbannführer, Rudolf Höss, que fue juzgado y sentenciado a muerte después de la guerra por el Tribunal Supremo Nacional Polaco, fue ahorcado aquí el 16 de abril de 1947.

Cuando salí de Auschwitz y dejé a mi espalda la puerta con el ominoso letrero “Arbeit Macht Frei” me sentí como si una mano divina me hubiera liberado de aquellas torturas.
Yo sí había salido de Auschwitz. Yo sí era de nuevo un hombre libre.

10 de septiembre de 2008

Luis de Torres

¿ES REALMENTE SOCIAL EL SOCIALISMO?

A mediados de agosto recibí la revista Newsweek del 11.08.08, a la que estoy suscrito, y, como de costumbre, comencé a hojearla para leer los títulos de los artículos, pues confieso que nunca leo la totalidad de los textos, como me ocurre con otras publicaciones, sino solamente aquellos artículos o editoriales que tienen para mí un interés especial o destacado, y aquel día me encontré en el índice de asuntos mundiales esta frase lapidaria: British Labour makes the rich richer (Los laboristas británicos hacen más ricos a los ricos). Me sorprendió sobremanera esta aseveración, pues siempre he creído que el socialismo tendía a elevar la condición económica y social de los trabajadores; es decir, de los humildes y de los pobres. Comencé a leer aquel artículo y pronto me encontré con otra frase terrible: After 11 years of Labour, the gap between the wealthy and the poor is as large as ever (Después de 11 años de Laborismo, la brecha entre los ricos y los pobres es mayor que nunca). Me quedé anonadado. ¿De verdad estaba ocurriendo en el Reino Unido semejante barbaridad? ¿Es que todavía no se habían eliminado las desigualdades que existían en el siglo XIX cuando la Revolución Industrial?

Seguí leyendo el artículo, pero no vislumbré ninguna mejora para el próximo futuro. Después reflexioné y me di cuenta de que también en España estábamos teniendo un fenómeno parecido al británico. Aquí y ahora también los ricos eran más ricos y los pobres éramos más pobres. Estoy seguro que en la filosofía socialista no figura ninguna doctrina, ni norma, ni condición, ni instrucción, ni comportamiento, que haga pensar que se debe proteger al rico aunque sea en detrimento del pobre. Sin embargo, la situación y los hechos en el socialismo que vivimos españoles y británicos nos dicen lo contrario, que algo está fallando, o está equivocado, o se está haciendo mal, pues, muy a pesar de los que militamos en el bando de los pobres, observamos que los ricos son más ricos y los pobres sabemos que somos más pobres.

27 de agosto de 2008

Luis de Torres

LAS GOLONDRINAS DE LA ALCAYNA

Durante muchos años mi casa de La Alcayna se adornaba con la presencia de mis hijos, y algún tiempo después, para aumentar la belleza y la gloria de aquel rincón, llegaron mis nietos, que trajeron felicidad y alegría tanto a padres como a abuelos.
Mis nietos crecieron y se acostumbraron a vivir y a corretear a la sombra de los árboles, cerca de los arbustos, de las plantas trepadoras y de las flores, y a jugar con un perro y con un gato, o a escuchar el croar de alguna rana en el pequeño estanque. También disfrutaban de la sombra del porche donde descansaban o leían, hacían sus deberes escolares, o se entretenían con esas infernales máquinas de jugar que creo que llaman consolas, que es una palabra que a mí me recuerda una mesa con cajones adosada a una pared y no un artilugio electrónico.

Pero un buen día de primavera, y quiero recalcar que ese día fue bueno y venturoso, aparecieron en el porche de mi casa unos pajarillos, que pronto identificamos como golondrinas, que se pusieron a trabajar con tesón y destreza en la construcción de un nido de barro junto a un ángulo recto del porche y muy cerca del techo. Me quedé asombrado de lo pronto que escogieron el sitio, o cómo habían detectado aquel lugar que quizá tenía todas las características que aquellos pájaros necesitaban, pues, además de que aquella esquina les daba un cobijo perfecto, el material para la construcción lo tenían a unos pocos metros, en los bordes del pequeño estanque de mi jardín donde la arcilla estaba húmeda y podían recoger, una tras otra y sin descanso, pequeñas bolitas de barro, que eran los ladrillos con los que construían el cuenco del nido.

Pronto, aquellas golondrinas laboriosas, sin planos ni compases, sin reglas y sin cálculos aritméticos, terminaron su obra arquitectónica, cuya construcción debían tener grabada genéticamente en su diminuto cerebro, o en su ADN, sin tener que pasar por ninguna universidad ornitológica, y después de comprobar con sus pequeños cuerpos que aquel cuévano de barro podía contener holgadamente a sus crías, iniciaron el proceso de reproducción de la especie y la hembra depositó sus huevos en el fondo de su rústica casa y seguidamente comenzó a incubarlos. No sé si el macho también colaboraba en la tarea de dar calor a los huevos, o solamente se afanaba por traer comida a la madre, pero, en cualquier caso, llegó otro día maravilloso en que empezamos a ver cinco bolitas de peluche, cada una con un gran pico que, al abrirse, mostraba una gran caverna roja que era la señal de que allí, y no en otro sitio, los padres tenían que depositar las proteínas que habían obtenido durante sus vuelos.

Los progenitores continuaron incansablemente con su tarea de cazar todos los insectos que volaban en su zona y diligentemente llevarlos a sus crías que, al verlos llegar, se alborotaban, abrían sus bocas al máximo, y con sus gritos pedían la comida que les haría crecer y convertirse en un futuro cercano en aves capaces de volar y también de procurarse su sustento. Este ir y venir, este trabajo de cazar y alimentar a sus pequeños, se hacía durante el día, pues al llegar la noche los padres, quizá extenuados, aunque posiblemente contentos de ver su nido rebosante de vida, se quedaban a descansar sobre unos farolillos que hay en el porche o sobre los barrotes superiores de la reja de una ventana, pero siempre vigilantes de su emergente familia.
Este período de alimentación continuada y diurna quizá duró 2 ó 3 semanas y llegó el día en que los polluelos se llenaron de plumas y asomaban con descaro y valentía sus cuerpecillos sobre el borde del nido, sabedores, tal vez, de que pronto podrían emprender el vuelo y acometer la gran empresa de emigrar hacia el sur y recorrer cientos o miles de kilómetros, en varias etapas, de duración irregular, para llegar al final de su viaje a algún paraíso africano y gozar durante meses del gran festín insectívoro que encontrarían en la sabana, en la selva, en las inmediaciones de ríos o lagos, o en los extensos territorios semidesérticos al sur del Sahara, y volarían ahítos de libertad, de fuerza, de calor y de alegría, aunque también expuestos a los peligros que esconde la naturaleza salvaje, llena de belleza y de vida, pero también de terror y de muerte, donde los seres se catalogan entre predadores y presas, y la supervivencia depende de las habilidades físicas o del mayor o menor desarrollo de los sentidos y del instinto de cada especie.

Aunque era previsible, al final de la primavera o quizá al comienzo del verano, me di cuenta de que el nido estaba vacío y pensé que mis amigas las golondrinas habían emprendido la migración al amanecer, sin ningún adiós, dejando solamente la soledad del nido y las manchas de sus excrementos sobre el terrazo rústico del porche.
Pero me equivoqué, porque al día siguiente volvieron y los jóvenes ocuparon su nido y los padres su atalaya en el farolillo. Y así ocurrió durante tres o cuatro días más, hasta que su ausencia se hizo patente, su vuelo raudo desapareció y su canto dejó paso al silencio. Me pareció que aquellos últimos días habían sido de entrenamiento de los pájaros jóvenes, hasta que los padres decidieron que había llegado la hora de la gran aventura.

Me los imaginé volando hacia el sur, cruzando el mar, y posándose en tierra africana para descansar y alimentarse, para después seguir adelante, guiados por el sol o Dios sabe por qué fuerza, hasta llegar a su destino, que sin duda ya era conocido por los padres, y que las crías que hacían el viaje por primera vez grabarían en sus pequeñas mentes. Busqué un mapa de África y me imaginé una ruta sobre Marruecos, Argelia, Mauritania, Malí, Burkina Faso (antes Alto Volta), Togo, Benin (antes Dahomey), Nigeria, Camerún, Gabón, etc., hasta llegar al corazón de África, y envidié la capacidad de las golondrinas para hacer tan largos recorridos sin más ayuda que su propia vitalidad. Lo más probable es que mi ruta estuviera equivocada, pues las golondrinas nada saben de las fronteras marcadas por los hombres, ni de los nombres que damos a los territorios, pero cualesquiera que fueran los caminos, deseé a las golondrinas murcianas y a sus padres una feliz travesía, una estancia agradable en tierras africanas y mucha suerte para eludir los peligros, y me quedé con la oculta esperanza de que el próximo año volvieran a su nido, que les estaría esperando bajo el porche de mi casa.

Pasaron los meses. Vino un nuevo año y con él otra primavera. Comencé a ver los brotes tiernos de un verde claro de las primeras hojas. En el pequeño estanque, los adormecidos restos de las plantas acuáticas parecieron despertar y moverse, se empezaron a formar las grandes hojas flotantes de los nenúfares y entre las mismas asomaron tímidamente los primeros capullos de las hermosas flores blancas teñidas de rosa, y otro día feliz y venturoso contemplé el regreso de las golondrinas. ¡Habían vuelto todos, padres e hijos!, o así me lo imaginé, pero lo más sorprendente es que algunos de aquellos pajarillos comenzaron a construir otro nido en el ángulo opuesto al primer nido, mientras que otras golondrinas aumentaban el tamaño del nido del año anterior.

Y volvió a producirse el mismo milagro de la reproducción. Dos parejas de golondrinas incubaron cinco huevos en cada nido, y pasado un corto período de tiempo, vi cinco cabecitas con cinco grandes gargantas rojas en cada nido pidiendo alimento a sus progenitores.
Crecieron todos, mancharon aún más el terrazo del porche, y estuve pendiente de su marcha pues quería verlos partir y desearles buen viaje. Un día, casi al amanecer, me levanté para comprobar si aún estaban en los nidos, en la reja o en el farolillo, pero ya habían desaparecido. Salí fuera del porche, me di cuenta de que los primeros rayos de sol estaban acariciando las copas de los árboles y me quedé maravillado. En las ramas altas de un chopo caduco y sin hojas estaba un grupo de golondrinas, todas calladas y quietas, con sus cabecitas dirigidas al sur, quizá calentándose para emprender el largo viaje, la gran y misteriosa epopeya de sus vidas. Las conté y eran dieciocho. No me cuadraban las cuentas. Había más de las que yo esperaba. Pensé que iba aumentando el censo de las golondrinas murcianas y me alegré. Esperé algún tiempo, y después, obedeciendo a alguna señal que yo desconocía, todas levantaron el vuelo, les deseé todo lo mejor, y se perdieron en el cielo. Me quedé, como un año antes, con la esperanza de volverlas a ver cuando de nuevo la primavera estallara de vida, si es que mis menguadas fuerzas me regalaban unos meses más de existencia bajo el sol.


Murcia, 25 de agosto de 2008

Luis de Torres