martes, 9 de octubre de 2007

EL VIAJE AL PASADO

Cuando salgo de viaje algo bulle en mi mente. Espero ver nuevos paisajes, monumentos, otras gentes, caminos, amaneceres, puestas de sol, ríos serenos o cursos de agua bravíos, bosques, llanuras, montañas, desiertos o el infinito mar, pero también deseo y busco encontrarme con la historia. En el fondo de mi alma lo que ansío y quiero es enfrentarme con mi propia historia, porque yo formo parte de la humanidad y ésta ha recorrido un largo camino hasta llegar a mí, y ese camino de siglos o milenios ha ido dejando huellas, algunas sublimes, otras atroces y tortuosas, pero todas necesarias para formarlo. Hallar esas huellas y abrazarlas, gozar de los ecos que me llegan al corazón desde el pasado, son posiblemente la razón y la llamada que me mueven a emprender el nuevo viaje.

Por eso, el viaje a Italia, después de otros viajes a la misma tierra, tuvo el atractivo dominante de volver a la cuna de aquella civilización que nos trajo nuestro idioma y la cultura occidental, aunque la adquisición de estos valores costara a nuestros antepasados celtíberos sangre, dolor, saqueos, humillaciones, esclavitud y penas sin cuento.

Y de los varios sitios que visitamos durante el viaje a Italia tengo el recuerdo vivo e imperecedero de Roma, pues en esta ciudad la historia nos aparece por doquier, se toca en cada esquina, y se ve y se vive en cada monumento, calle o plaza, una historia que no es solamente de Roma sino de todo el mundo, pues las legiones romanas hollaron y dominaron todas las tierras conocidas en aquella época, tanto europeas como africanas y asiáticas, pues caminaron, lucharon y regaron con su sangre las tierras de Hispania, de Francia, de Gran Bretaña, de los Países Bajos, de los Balcanes, del centro de Europa al sur del Danubio, de Libia, Judea, Siria, Egipto, etc. etc., y posteriormente, con el devenir de los tiempos, españoles y portugueses, franceses y británicos, llevaron la cultura latina a otras tierras más allá de las columnas de Hércules, más allá del fin del mundo romano.

De todo lo visto y recorrido durante mi última estancia en Roma quiero destacar lo que mi grupo y yo vivimos cuando nos tocó visitar el Coliseo y su entorno. Aquel día comenzamos yendo a la Piazza Venezia, donde está el enorme, pero escasamente interesante, Monumento a Vittorio Emanuele II, para después rodear el mismo por su parte derecha y llegar a la larga y recta rampa escalonada llamada La Cordonata, diseñada por Miguel Ángel para que el emperador español Carlos I entrara en Roma, por la Colina Capitolina, donde se sitúa la fundación de Roma. Y fue a partir de aquí cuando comenzó la historia y la belleza de la Roma antigua, y también los horrores, las tragedias, las intrigas, los triunfos y la grandeza de aquella ciudad. Nuestra guía nos condujo a las escaleras Gemonianas, desde las que ya divisamos con asombro y emoción las ruinas del Foro Romano, con el primer plano del Arco de Triunfo de Septimio Severo, junto al cual existe una base circular pétrea que marca el centro simbólico de la antigua Roma. Sin embargo, no recuerdo que nuestra guía nos indicara por qué sitio importantísimo estábamos pasando, a menos que yo estuviera desligado del grupo haciendo fotos o vídeo, como es mi mala costumbre. No obstante, el edificio que teníamos junto a nosotros era la cárcel romana, conocida como la prisión Mamertina, donde la tradición cuenta que estuvieron encarcelados san Pedro y san Pablo. Después bajamos por una calle en cuesta hasta llegar a la Vía de los Foros Imperiales, para encontrarnos con la columna Trajana y el Foro y Mercado de Trajano, emperador romano-español nacido en Itálica, España, bajo cuyo reinado el imperio romano llegó a su máxima extensión. Siguiendo la Vía de los Foros Imperiales divisamos el Coliseo, pero la guía nos condujo hacia la izquierda, donde está la estación de Metro del Colosseo, para subir a la Colina Esquilina y visitar la iglesia de San Pedro in Vincoli, donde pudimos contemplar la estatua de Moisés, esculpida por Miguel Ángel, para la tumba del Papa Julio II.

Al regresar también dejamos de visitar otro sitio de gran importancia en la historia de Roma, pues cuando bajábamos en dirección al Coliseo y algunos de nosotros nos afanábamos por coger agua de una fuente, se nos privó de la visita a la zona de la Colina Palatina donde se encontraba el Domus Áurea (Palacio Dorado) que fue residencia de Nerón, aunque quedan pocos restos y de escasa importancia. Para mí, lo más destacado es el nombre, pues Domus Áurea, que es el nombre en latín, me parece de una belleza indescriptible, como ocurre con otras palabras; belleza que contrasta con la mala fama que nos dejó su dueño y ocupante Nerón.

Ya por la tarde de aquel día, bajamos a ver el Coliseo, que mandó construir Vespasiano, y algunos entraron en el recinto y otros nos quedamos visitando y contemplando los alrededores, especialmente el Arco de Triunfo de Constantino, que fue el último arco triunfal levantado por los romanos, y aunque tuvimos la tentación de bajar por la Vía de San Gregorio, para llegar al Circo Massimo, descartamos la idea porque el tiempo se nos echaba encima y teníamos que coger el autobús para regresar al hotel. Por tanto, decidimos subir a la Vía de los Foros Imperiales y descansar a la sombra del antiguo templo de Venus. Sin embargo, como dentro de mí todavía quedaba algo de mi espíritu aventurero, decidí internarme en la Vía Sacra, por la que se accede al Arco de Tito y al Foro Romano, pero el tiempo era tan escaso que, incluso, estaban cerrando la puerta que permitía el paso al citado arco triunfal y al resto del conjunto arqueológico. No tuve más remedio que volver sobre mis pasos, pero observé que la Vía Sacra todavía estaba empedrada con las losas originales y que el sol del atardecer producía un efecto de claroscuro digno de captarlo con mi cámara. Sin dudarlo más busqué un buen contraluz e hice un solo disparo, y me traje a España la mejor fotografía de todo mi viaje. Después recordé algo que había leído sobre la Vía Sacra y me sentí trasladado a la Roma imperial, como si yo fuera un espectador excepcional de lo que, sobre aquellas mismas losas, pulidas y brillantes por el paso del tiempo y de las personas, ocurrió allá por el año 70 después de Cristo, que fue otro episodio de horror y muerte para llegar al poder político, que en aquellos tiempos era el poder de decidir sobre vidas, haciendas y honor.

Cuenta la historia, según la pluma del escritor romano Suetonio, que el emperador Vitelio, al encontrarse en inferioridad de fuerzas ante el avance de Vespasiano con sus legiones, buscó a Flavius Sabinus, hermano de Vespasiano, para pactar una abdicación honrosa, y Sabinus le ofreció dejarle ir con vida y un millón de monedas de oro. Vitelio informó a sus soldados de su posible abdicación, pero éstos no la querían, y aunque quiso hacerles ver su inestable situación, los soldados siguieron exigiendo que mantuviera su puesto y título de emperador romano. Quizá debido a tales muestras de lealtad, Vitelio se llenó de valor y cometió un craso error. Con algún tipo de excusa o engaño, Vitelio llevó a Sabinus y a sus parientes al Capitol, al templo de Júpiter el Grande, y mandó prender fuego al edificio, con todos los miembros de la familia Flavia dentro, los cuales murieron abrasados, mientras Vitelio celebraba un banquete en el palacio que ocupó el emperador Tiberio.



Aunque la historia dice que Vitelio se arrepintió de su crimen, los senadores romanos, cónsules, pretores y otros altos cargos del imperio, no aceptaron ni sus disculpas ni sus propósitos de paz, aunque estuvieron dispuestos a enviar una delegación, acompañada de vírgenes vestales, para intentar lograr un armisticio con Vespasiano, pero el avance de éste era tan rápido y llegaban noticias de que las legiones estaban a las puertas de Roma, que Vitelio decidió escapar con la ayuda de algunos de sus fieles servidores. De poco le sirvió su precipitada huída, pues las tropas entraron en palacio, saquearon sus riquezas, y hallaron a Vitelio escondido y disfrazado para no ser reconocido como emperador. Los soldados le ataron las manos a la espalda, le pusieron al cuello el lazo de una horca, y le arrastraron fuera del palacio hasta la Vía Sacra, semidesnudo, sangrando, siendo injuriado y maltratado por los soldados, hasta que le llevaron al Foro Romano, donde se le sometió a la tortura de hacerle infinitos cortes hasta que, finalmente, un oficial de la tropa le remató, posiblemente hundiéndole una daga en su maltrecho cuerpo. Después, le clavaron un gancho y, entre la algarabía de los soldados y del pueblo, su cuerpo ensangrentado y destrozado fue arrastrado por las calles hasta el río Tíber, donde fue arrojado.

Roma nos depara estos recuerdos y otros muchos, algunos maravillosos, como fue la contemplación, verdaderamente embelesado ante tanto arte y tanta belleza, de la Basílica de San Pablo Extramuros.

Yo regresé a España con el callado deseo de volver a pisar suelo italiano, y con la emoción de haber visto otra vez los restos de la Roma imperial y, particularmente, de haber caminado por las mismas piedras de la Vía Sacra que vieron el escarnio, el sufrimiento y la muerte de un emperador romano.

Luis de Torres